Piedad por matar
aprendiendo a no dejarse tumbar, así que han decidido buscar alternativas recurriendo a los usados —mal llamados viejitos— que se ofrecen en perfectas condiciones. Se está presentando el fenómeno que anotaba al comienzo y lo que antes no tenía mayor valor ha adquirido un nuevo precio, porque los ponen “lugi-luja” y hasta se los pelean.
Así las cosas, tratándose de los de alta gama, usted ve las ofertas en internet y consigue un usado como nuevo hasta por una quinta parte de lo que vale el mismo cacharro salido del concesionario.
Esto se ve en otros países de manera creciente entre quienes ya no comen cuento y están optando por esta modalidad, que resulta además muy entretenida.
“ABORTAR ES MATAR. EL DERECHO a abortar debe ser el único derecho a matar que la gente debe pedir a la ley”, escribe Natalia Ginzburg en Las tareas de casa y otros ensayos.
Es posible ampliar el alcance de las palabras de Ginzburg a un caso adicional, otro “derecho a matar”: la eutanasia.
La resonancia del verbo matar nos deja inmóviles, en cuanto pronunciarlo anticipa su poder histórico, filosófico, jurídico, ético, moral, religioso. Social. Quien se atreve a justificar la posibilidad de matar —en casos de interrupción voluntaria del embarazo (IVE) y eutanasia— controvierte un derecho que culturalmente nos han inoculado como absoluto: la vida.
La Corte Constitucional tramita dos demandas de eutanasia y dos más de IVE. Ante el déficit de protección por cuenta de un Congreso inferior al reto de debatir con juicio dichos procedimientos, el alto tribunal busca la optimización de derechos para que el Estado proteja la autonomía y la vida digna de las personas, condiciones básicas de la libertad.
El primer elemento que obstaculiza estos debates es la religión. Más allá del carácter no confesional de la Constitución, el argumento de un dios “dueño de la vida” elimina toda posibilidad de decisión autónoma sobre la propia vida.
En ese sentido, la objeción de conciencia (que por ley es individual, jamás institucional) se constituye en una de las grandes barreras para la aplicación de estos procedimientos: debe reservarse solo a quien los efectúe; ni los médicos generales ni demás personal que tramiten la solicitud tienen por qué objetar.
La prohibición penal limita las opciones para el ejercicio de los derechos a vivir dignamente, en el caso de embarazos no deseados, y a morir dignamente, cuando se trata de pacientes de “otras enfermedades graves e incurables diferentes de terminales” (según versa una de las demandas, que busca ampliar el rango de cobertura de la eutanasia). Sobre el criterio de enfermedad terminal, debería primar el de autonomía, la autodeterminación.
Matar a un embrión, cigoto o feto implica truncar un proyecto de vida, pero significa salvar otro que tiene sentido e historia: el de la madre. Matar a un paciente que autónomamente decide dejar de vivir es redimirlo del infierno del dolor y la incertidumbre. Ginzburg cobra relevancia de nuevo, como si hablara de ambos procesos: “Es una elección en la que el individuo y el destino están el uno frente al otro, en la oscuridad. Tal elección no puede ser, pues, más que individual, privada y oscura”.
¿Se abre una puerta demasiado amplia al despenalizar la IVE en todos los casos (sin límite de tiempo o antes de la semana 14) y al “ampliar la eutanasia a otras enfermedades graves e incurables”?
La puerta de la Constitución también parecía demasiado amplia: por su generosidad, poco a poco, hemos podido cruzarla. La clave está en el orden: identificar los límites a ser eliminados para garantizar la aplicación de los procedimientos y precisar las condiciones de la norma (cuándo puede ser despenalizada cada conducta).
Despojamos el verbo matar de su oscuridad, mas no de su dolor, cuando aludimos a dos actos que significan dar sentido, dignidad a la vida… que también es muerte.
Que la “Constitución viviente” sea más que una teoría y logre que las leyes se apiaden de quienes matan por piedad.