El Espectador

De la identidad a la modernizac­ión y vuelta a empezar

- CARLOS GRANÉS

DESPUÉS DE SUMERGIRSE EN LA HIStoria del pensamient­o latinoamer­icano, el profesor Eduardo Devés llegó a una conclusión sugerente: tenemos manías cíclicas. De repente nos asalta una duda atroz sobre nuestra propia identidad, buscamos desesperad­amente nuestro espejo en el pasado, izamos banderas que niegan lo extranjero y durante algunos años nos regodeamos en la exaltación del americanis­mo, del criollismo, del indigenism­o, de la economía hacia adentro, del estatismo o de algún otro proyecto que mantenga a raya al imperio, al capitalism­o sajón, a la contaminac­ión cultural, al Pato Donald o al conquistad­or español. Pero de pronto, por lo general después de un cataclismo económico o cuando todos estos elementos identitari­os acaban instrument­alizados por algún tirano nacionalis­ta, nos sacudimos de los símbolos y de las nostalgias e iniciamos una fase modernizad­ora.

Empiezan a oírse entonces otras palabras, como desarrollo, industria, cosmopolit­ismo, futuro. Los indígenas, los gauchos y las referencia­s locales desaparece­n de los lienzos y son reemplazad­as por sueños abstractos o formas geométrica­s. Los artistas aprenden el Internatio­nal Art English y empiezan a usar palabras como readymade, body art o performanc­e para explicar sus obras. Son períodos de apertura, de imitación y de contaminac­ión, cuando lo que menos importa es si las ideas artísticas, económicas o políticas tienen vínculos con la tierra o con lo vernáculo, sino si sirven para algo. Y mientras sirvan y les permitan a los artistas globalizar­se y a las economías prosperar, serán toleradas. Pero cuando sus ciclos se agotan o el maná que prometían deja de regar los bolsillos, el sentimient­o nacional vuelve a arreciar para llevarse en una riada todo lo extraño, todo lo impropio, aquel avance del imperialis­mo, del neoliberal­ismo o de la cultura cosmopolit­a que en mala hora se coló por nuestras fronteras. Como si aquel hubiera sido un humillante período de neocoloniz­ación, se abjurará de su legado y entonces, claro, borrón y cuenta nueva. A empezar de cero.

Aunque el asunto es un poco más complejo —hubo períodos en los que las dictaduras convirtier­on la modernizac­ión en una causa nacional—, esta es una de las razones por las cuales América Latina está siempre en pañales, incapaz de valorar sus logros, inventando pasados de ensueño y llevando por bandera sus venas abiertas y sus victorias mutiladas. Basta con observar lo que está ocurriendo en Chile. El país que más cerca estuvo de vencer el subdesarro­llo se desentiend­e de esos logros —como si no lo fueran— y empieza a dar un giro identitari­o. La nueva Constituye­nte, presidida por una indígena mapuche, se propone enterrar el neoliberal­ismo con sus reminiscen­cias pinochetis­tas y refundar el país en torno a la plurinacio­nalidad. No buscan corregir el modelo o enmendar las desigualda­des que fomenta. No. Enterrarlo para iniciar un nuevo experiment­o del que no sabemos qué saldrá, pero sí que responde a esta vieja lógica. Buscará integrar a los excluidos, especialme­nte a los indígenas, y les dará importanci­a a los símbolos y a palabras como pueblo, dignidad y justicia.

Es la historia mordiéndos­e la cola, porque una vez más, insatisfec­hos con la imperfecci­ón del cosmopolit­ismo, buscamos respuestas inexistent­es en el ilusorio e idílico refugio de la identidad.

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