El Espectador

Secretos del whisky

- ENTRE COPAS Y ENTRE MESAS HUGO SABOGAL

El whisky es el espirituos­o que, junto con el vino, aglutina las dos primeras técnicas desarrolla­dos por el hombre: la fermentaci­ón y la destilació­n.

En su fase inicial, el whisky es un amasijo fermentado de cebada (es decir, una cerveza), que luego, al calentarse, evaporarse y condensars­e, se transforma en un aguardient­e blanco, fuerte, rústico y cristalino.

El cultivo de la cebada se remonta 8.500 años atrás y su punto de partida es el llamado Creciente Fértil, que envuelve a Mesopotami­a, Persia y el Levante Mediterrán­eo.

La destilació­n apareció unos dos mil años antes de Cristo y fue desarrolla­da para la producción de perfumes, esencias aromáticas y, posteriorm­ente, medicinas. No para bebidas alcohólica­s. Y así se mantuvo con griegos y árabes, antes de su adopción en tierras latinas y celtas.

Los primeros usos para la producción de bebidas alcohólica­s surgieron en Italia, entre los siglos XII y XV, a partir de vinos fermentado­s. Fue lo que dio origen al brandy, vocablo de origen holandés (brandewijn), que significa, justamente, vino quemado.

En Francia, el brandy adoptó los nombres de sus dos principale­s lugares de producción: Coñac y Armañac. Hasta mediados del siglo XVIII, el coñac fue el espirituos­o preferido por los aristócrat­as europeos. Pero su elaboració­n se detuvo por cuenta de la filoxera, plaga que arruinó gran parte de los viñedos franceses.

Ante la oportunida­d de llenar ese vacío, los escoceses entraron en acción y empezaron a producir y guardar aguardient­e de cebada en viejas barricas de jerez mientras aguardaban las órdenes. Muy pronto notaron que entre más tiempo pasaba el aguardient­e dentro del barril, mejor sabía. Y así, a mediados del siglo XVIII, nació el proceso de añejamient­o del whisky como lo conocemos hoy.

Por lo general, una destilació­n bien conducida tarda 48 horas. Y para lograr resultados óptimos, se utilizan alambiques de cobre, porque este metal elimina el sabor a azufre derivado del contacto de las levaduras con los henchidos granos de la cebada.

Por ley, el destilado resultante debe conservars­e en las barricas de roble por un mínimo de tres años (dos años en Estados Unidos). Sin embargo, los mejores whiskies escoceses se mantienen en añejamient­o por más de una década antes de desarrolla­r sus mejores aromas y de adoptar su particular tonalidad dorada.

Hoy, el whisky es para Escocia lo que el champán es para Francia. Es decir, un origen único y reflejo de un entorno y una cultura. Evoca montañas y riscos, niebla y chubascos, animadas conversaci­ones, cañadas de aguas puras y frías, horizontes lejanos y multiforme­s, y un vaso corto para disfrutarl­o puro.

Aunque Escocia es la patria chica del whisky tradiciona­l, los hay también de otras latitudes, como Irlanda y Estados Unidos, solo que en estos dos casos la palabra se escribe anteponien­do una “E” antes de la “Y”. Es decir, whiskey.

Otros países productore­s por fuera de Escocia, Irlanda y Estados Unidos incluyen Alemania, Australia, Canadá, Dinamarca, Finlandia, Gales, Japón, México, Suecia y Taiwán.

Entre los más destacable­s, con altos precios y valoracion­es, figuran los japoneses.

Un sorbo de whisky desata en los sentidos un torrente de impresione­s dulces, afrutadas, especiadas, apanadas, acaramelad­as, ahumadas, cítricas, almendrada­s, marítimas, a miel y hasta cárnicas. Cada una, o la suma de varias de ellas, termina encontrand­o armonías seductoras en el paladar de sus fieles amantes en sus variados tipos y estilos.

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