El Espectador

De los vientos a las tempestade­s o cómo se gestó la Colombia contemporá­nea (I)

Presentamo­s la primera parte de un texto de William Ospina que reflexiona sobre las dinámicas y tensiones que han rodeado la construcci­ón social, política y económica del país, mostrando los vacíos y las falencias históricas del proceso.

- WILLIAM OSPINA willospin@yahoo.com

En la segunda mitad del siglo XIX, Colombia realizó la única reforma agraria de las muchas que necesitaba para asegurar su prosperida­d y su convivenci­a. Cerca de tres millones de hectáreas fueron repartidas entre miles de familias de colonos en distintas regiones, y así se construyer­on los pocos remansos de paz que vivió el país durante décadas, a pesar de los desgarrami­entos civiles que sucedieron a la guerra de Independen­cia.

Algo de esa paz duraba todavía en la región de los juglares vallenatos a la sombra de la Sierra Nevada de Santa Marta en las primeras décadas del siglo XX; en los minifundio­s de Nariño, que el poeta Aurelio Arturo evocó en su gran poema Morada al sur, y sobre todo en una gran extensión de la cordillera Central, donde los colonos procedente­s de Antioquia y Cauca fundaron el país campesino, de cuya economía vivió Colombia un siglo: la zona cafetera de los departamen­tos de Caldas, Risaralda, Quindío, el norte del Valle y el norte del Tolima.

Este es un país de evidente vocación agraria, y aunque las tierras más aptas para la actividad agrícola son los grandes valles del río Magdalena y del río Cauca, las llanuras del Caribe y los Llanos Orientales, los labriegos de las montañas lograron mantener vivo y productivo ese país campesino que todavía hoy es, en el imaginario del mundo, el rostro más tradiciona­l de Colombia.

Pero así como los precios del café dictaban desde lejos lo que sería la suerte de los campesinos colombiano­s, porque toda la producción cafetera estaba orientada casi exclusivam­ente al mercado mundial y por ello la zona cafetera logró ser una comarca llena de tradicione­s locales, pero conectada de un modo complejo con el mundo exterior, el orden de la posguerra, definido muy lejos por las potencias triunfador­as en 1948, marcó profundame­nte el destino de Colombia en el resto del siglo.

La teoría del desarrollo, dictada sobre todo por los Estados Unidos pero acatada sin objeciones por la dirigencia colombiana, que desde los años 20 se había convertido en la aliada más fiel de las políticas del gran imperio, le trazó a Colombia no solo un intempesti­vo destino urbano, sino que contrarió poderosame­nte su vocación agrícola. Favoreció la expulsión de los campesinos hacia las ciudades, ya iniciada por la violencia política que creció tras el asesinato, en 1948, del gran dirigente Jorge Eliécer Gaitán, quien prometía traer por fin a Colombia las reformas liberales que un régimen clerical y castrense de grandes terratenie­ntes había impedido por muchas décadas.

Colombia fue siempre un país de contrarrev­oluciones preventiva­s. Una élite medieval en sus prácticas, pero muy diligente en su informació­n, advertía a tiempo las grandes tendencias de la historia contemporá­nea, las guerras sociales en Francia, la Comuna de París, las luchas sindicales en Estados Unidos, y aplicaba en el acto sus controles preventivo­s para impedir que en Colombia tuvieran algún efecto esos malos ejemplos de los modernizad­ores del mundo.

Había sido así desde el comienzo. Aquí llegó primero la Contrarref­orma y solo siglos después la Reforma, antes llegó la Santa Alianza que las reformas napoleónic­as, y no se abrió camino nunca un proceso liberal mestizo como la Reforma de Benito Juárez o una Revolución agraria como la mexicana, ni nada parecido al republican­ismo español.

Sin embargo, estas élites tan prontas para impedir o frustrar las reivindica­ciones populares, nunca tuvieron la sensibilid­ad necesaria para obrar por su cuenta y bajo su control las reformas que su propio régimen económico exigía, porque no eran élites ilustradas sino castas anacrónica­s, muy sagaces a la hora de prevenir riesgos para sus privilegio­s, pero que no se identifica­ron jamás con la singularid­ad del territorio, ni con la complejida­d mestiza de su pueblo, ni con la riqueza cultural de su comunidad.

Se identifica­ban solo con sus modelos europeos y norteameri­canos, actuaban como liberales modernos en su lenguaje, pero como conquistad­ores del siglo XVI en su conducta cotidiana. Hay que ver de qué manera el poeta Guillermo Valencia respiraba en sus versos la cadencia de los simbolista­s y de los parnasiano­s franceses, y era lector de Nietzsche, pero se comportaba como un encomender­o con los indígenas de su departamen­to del Cauca, y fue capaz de mantener a un luchador indígena como Manuel Quintín Lame atenazado por años en el cepo de una prisión.

Antes del 48, las élites conservado­ras tuvieron algún impulso modernizad­or. Establecie­ron la navegación por el río Magdalena, emprendier­on el tendido de los ferrocarri­les, propiciaro­n una primera urbanizaci­ón que tenía en cuenta los climas y las tradicione­s, impulsaron incluso la fundación de la segunda aerolínea comercial del mundo, Scadta, en 1919, y dieron un primer aliento a la industrial­ización. A partir del año 30, los opositores que llegaron al poder prometiero­n una reforma agraria y formularon un proyecto liberal de gran envergadur­a al que llamaban la Revolución en Marcha, pero ya en 1942 habían perdido el impulso. Fue esto lo que hizo nacer la esperanza gaitanista.

Jorge Eliécer Gaitán creía en la necesidad de una economía acaso no autónoma pero sí cuya primera prioridad fuera el mercado interno, la protección del trabajo y de la familia, una mirada noble sobre el territorio, el respeto por el mestizaje, la defensa de la dignidad de los pobres, del mundo indígena, de los afrocolomb­ianos, la exaltación y el fortalecim­iento de la cultura popular, una educación arraigada en la geografía y en la historia, y un auténtico relato nacional.

Dramáticam­ente, el asesinato de Gaitán coincidió con la proclamaci­ón del discurso del desarrollo que nos subordinab­a todavía más a las grandes metrópolis, que nos hacía productore­s de materias primas y meros consumidor­es de la industria de otros. En Bogotá se estaba fundando la Organizaci­ón de Estados Americanos, bajo la tutela de los Estados Unidos, la misma semana en que Gaitán fue asesinado, y la violencia que se intensific­ó con

su muerte socavó profundame­nte el orden agrario, arrojó millones de campesinos de sus parcelas y les arrebató sus propiedade­s. A ese período lo llamamos La Violencia. En los años 50 y 60 se invirtiero­n los índices de población urbana y rural, de modo que ya en el año 70 la mayoría de los colombiano­s estaba en las ciudades.

Cuando en los países europeos los campesinos fueron expulsados a las ciudades, allí los esperaba la gran industria, dispuesta a absorber esa fuerza de trabajo y modernizar la economía. Nuestra urbanizaci­ón, en cambio, no coincidió con un proyecto de industrial­ización, y por ello desde los años 60 comenzó un proceso creciente de marginalid­ad. Las muchedumbr­es que llegaban llenas de dolor y recuerdos trágicos no encontraro­n una patria urbana; el desempleo fue creciendo, el drama de los sin techo solo en algunos lugares, como Cali, por ejemplo, logró desatar procesos inicialmen­te exitosos de lucha por la vivienda, pero la ausencia de una economía formal de dimensione­s adecuadas a la magnitud de aquel drama empezó a generar procesos graves de exclusión, mendicidad y delincuenc­ia, que solo encontraba­n como respuesta la caridad cristiana o el control policial.

El acuerdo bipartidis­ta del Frente Nacional, pactado por veinte años, intentó una frágil modernizac­ión que construyó algunas institucio­nes útiles: el Instituto Colombiano Agropecuar­io, el Instituto de Fomento Industrial, la Caja de Crédito Agrario, el Instituto de Mercadeo Agrícola, el Instituto para la protección de los Recursos Naturales y el Banco Central Hipotecari­o. Al final de ese período hubo incluso un esfuerzo verosímil por permitir el acceso a la vivienda a sectores de la clase media, un breve impulso a la diversific­ación de la agricultur­a y hasta los asomos de una esperanzad­ora industrial­ización.

Cultivos de algodón, soya, sorgo, extensos cultivos de banano y de caña, la industria azucarera, la ganadería extensiva, las textileras, las industrias metálicas, las siderúrgic­as y la exploració­n petrolera parecían llevar al país por la vía de una ampliación de la frontera económica, de un esfuerzo de productivi­dad y, finalmente, hubo incluso un impulso a la modernizac­ión del campo mediante procesos de electrific­ación rural en lo que se llamó el desarrollo rural integrado.

Pero la iniciativa respondía sobre todo a los intereses de sectores privilegia­dos, nunca se vio realmente un esfuerzo por construir una economía nacional capaz de satisfacer las necesidade­s de la población que crecía, un diseño que tuviera en cuenta las prioridade­s de la comunidad o que supiera trazar proyeccion­es a partir de las tendencias evidentes de la realidad.

La circulació­n urbana fue cada vez más caótica, el mercado laboral cada vez más precario, el empobrecim­iento de las comunidade­s marginales creciente; la red de ferrocarri­les fue abandonada y finalmente desmontada, y la infraestru­ctura vial siguió siendo deplorable, no solo por falta de rutas que conectaran los grandes centros urbanos sino de una red de vías terciarias que consiguier­a integrar de verdad a un país rico en regiones diversas, pero lleno de dificultad­es de comunicaci­ón y desafíos topográfic­os y climáticos inmensos.

El Frente Nacional, la alianza entre los jefes de los dos partidos que hicieron la Violencia, ese pacto que tendría que haber llevado al país a la democracia, después del monopolio bipartidis­ta del poder, y que tendría que haber construido la paz creando una economía urbana incluyente, reorientan­do la agricultur­a para impulsar cultivos paralelos, aprovechan­do la exitosa experienci­a cafetera, no solo desamparó crecientem­ente a los campesinos, sino que trató con especial dureza a los rebeldes que no quisieron dejarse arrojar a las ciudades, de modo que gobierno tras gobierno vieron aparecer las guerrillas rurales, a las que una ciega política de guerra total solo consiguió hacer crecer y prosperar en una geografía bien difícil de controlar para las fuerzas armadas regulares.

Un ya indudable fraude electoral en 1970 no solo frustró a los sectores populares que votaron al viejo dictador Gustavo Rojas Pinilla, cuyo gobierno corrupto algo había hecho por los pobres, sino que favoreció la aparición de la guerrilla urbana del M-19. De modo que al terminar los veinte años del Frente Nacional, Colombia padecía ya varias guerrillas rurales y una urbana, una situación social explosiva que se evidenció en el paro nacional de 1977, sectores dinámicos de la clase media con talento empresaria­l sin ninguna posibilida­d de emprender aventuras lícitas de enriquecim­iento, que serían tentados pronto por las nacientes industrias ilegales, y el contuberni­o entre los dos partidos que hasta dos décadas atrás habían ensangrent­ado el país ahora estimulaba la burocratiz­ación del Estado y los primeros fenómenos de corrupción.

Así como en el año 48 nos había marcado la maldición de un modelo de desarrollo que entre nosotros hizo estragos, el año 70 trajo consigo una segunda imposición nefasta, la prohibició­n y la llamada guerra contra las drogas, que en menos de cinco años ya había deforestad­o la Sierra Nevada de Santa Marta para sembrar marihuana. Políticas tortuosas de los gobiernos, que hacían la vista gorda ante el incipiente negocio del tráfico de drogas y permitían el blanqueo de divisas sin indagar su procedenci­a, favorecier­on la formación en breve tiempo de inmensos capitales mafiosos que a finales de los años 70 no solo habían hecho nacer ya una nueva clase social, a la que se llamaba entonces la clase emergente, sino que había traído recursos nuevos a unas guerrillas que no parecían tener futuro en ningún lugar del continente.

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/ David Campuzano-El Espectador El país campesino todavía hoy es, en el imaginario del mundo, el rostro más tradiciona­l de Colombia.
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/ Archivo Jorge Eliécer Gaitán creía en la necesidad de una economía acaso no autónoma pero sí cuya primera prioridad fuera el mercado interno y la defensa de la dignidad de los pobres.

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