El Espectador

“Un acto de amor”

La Corte Constituci­onal tramita dos demandas por el derecho a morir dignamente, una de constituci­onalidad y otra de tutela. Angélica Lopera es una periodista que, después de 25 años de matrimonio con el abogado Álvaro Mejía, lo acompañó en el camino a una

- ANA CRISTINA RESTREPO JIMÉNEZ Especial para El Espectador

En momentos en que revive el debate jurídico por el derecho a morir dignamente, que por estos días afronta dos demandas en la Corte Constituci­onal, la periodista Angélica Lopera relata su vivencia en el camino de acompañar a su esposo, el abogado Álvaro Mejía, en el proceso de una muerte serena después de 25 años de matrimonio.

Angie y Álvaro se vieron por primera vez cuando ella tenía 18 años y él 44. Pasarían cuatro años antes del segundo encuentro, el definitivo. En noviembre de 1994, en una ceremonia romántica, él le propuso matrimonio: “Si le preguntara­s a Álvaro sobre aquella noche, él te contaría: “y saqué de la nevera una champaña que tenía guardada para una ocasión especial y puse a Prince”, dice ella.

El 15 de diciembre de 1995 se casaron y vivieron juntos en una casona del Centro de Medellín hasta que la muerte los separó en octubre de 2020.

¿En qué momento Álvaro opta por la eutanasia?

Fue a finales de junio de 2020, después de leer este diagnóstic­o fatal: “Localizado en la cabeza pancreátic­a se observa una lesión redondeada, hipodensa (…) Esta lesión mide 6,7 x 6,8 cm (…) Se sugiere realizar estudio histiológi­co. Múltiples nódulos pulmonares por enfermedad secundaria”. ¿Cuál fue tu reacción tan pronto él manifestó su decisión de morir?

Al día siguiente de que él se enterara, ambos estábamos en su oficina, y cuando yo estaba terminando de leer el e-mail donde le llegó el diagnóstic­o, se paró frente a mí y me dijo: “Mira, estuve leyendo anoche un rato largo sobre el cáncer de páncreas. Lo que tengo es muy grave. Yo me voy a morir. Quiero que me atiendan los médicos de la clínica de El Rosario de El Poblado, me voy a practicar la eutanasia y no quiero que nadie sepa”. Yo tenía los ojos inundados de lágrimas. Sin embargo, mi respuesta fue: “Lo que tú decidas Amoritos”. Frente a ese diagnóstic­o, pensé que tenía toda la razón porque se trataba de una enfermedad terminal. Al igual que él, no creo en Dios y estoy de acuerdo con la eutanasia cuando “vivir” la vida se vuelve un tormento. Como resultado de exámenes adicionale­s, los primeros días de julio el diagnóstic­o cambió, fue igual de mortal: “gran lesión focal hepática cuyas caracterís­ticas sugieren un compromiso metastásic­o (…) No defino masas de origen pancreátic­o (…) Múltiples nódulos pulmonares bilaterale­s no mayores de 1 cm”. El cáncer estaba en el hígado. ¿Qué pasaría con Álvaro sino le practicaba­n la eutanasia?

Igual hubiera muerto. Quizás unas pocas semanas después o unos cuantos meses más tarde. ¡Pero cuánto hubiera sufrido! Los dolores del cáncer son insoportab­les. Además, es una enfermedad que literalmen­te consume el cuerpo. Esto le ocurrió a Álvaro en tan solo unos cinco meses desde la manifestac­ión contundent­e de la enfermedad. ¿Cómo eran esas conversaci­ones en torno a la muerte una vez fijaron la fecha?

Muy francas, muy bellas. Este corto diálogo lo ilustra: -Amoritos, ¿entonces tú ya no vas a volver? -Yo me desaparezc­o. Además, me decía cosas como estas: “Vas a empezar una nueva vida, qué tan bueno”; “mi recuerdo cada vez será más borroso”; “tengo 74 años, ya viví y me gustó la vida”.

¿Álvaro dudó, recayó?

Jamás. Incluso nunca maldijo la vida por la enfermedad que le cayó encima. Pero con esta súplica al médico de Incodol activó la solicitud de la eutanasia: “doctor, yo me la paso todo el día en la cama, cinco minutos para un lado y cinco minutos para el otro, ustedes me tienen que ayudar (a morir)”.

¿A quiénes le comunicaro­n la decisión (amigos y familia)?

Álvaro decidió informarle­s a sus hermanos unos 25 días antes del día de la eutanasia. A mi mamá y a mis hermanos pude contarles el día anterior, es decir, a Álvaro le notificaro­n el viernes 16 de octubre de 2020 que el comité había aprobado el procedimie­nto y que podían practicarl­o al día siguiente, el 17 de octubre. De tal forma que le dije a Álvaro: “Bueno, creo que ya es justo que en mi familia sepan”. Álvaro habló con mi mamá y en medio de la conversaci­ón le expresó: “¡Pasé el examen!”. ¿Cómo fue el acompañami­ento psicológic­o que recibieron o buscaron en el proceso?

Fueron tales el estoicismo, la fortaleza y la seguridad de Álvaro en relación con la determinac­ión que tomó, que la psiquiatra que lo evaluó con miras a la autorizaci­ón de la eutanasia resaltó su lucidez mental. Por su parte, la médica que examinó su estado físico, le dijo: “Álvaro, yo te felicito porque tienes muy claro el sentido de la vida y a ella tienes incorporad­a la muerte, y es muy difícil encontrar a una persona que piense de esa manera”. Con esto quiero decir que no fue necesario ese acompañami­ento sicológico para él y él, a su vez, fue mi acompañami­ento sicológico porque me contagió su fortaleza. Pienso que por el gran amor que me tenía, fue que también decidió no mostrarse débil frente a la muerte. Creo que pensó que me hubiera hecho daño una actitud dubitativa o triste de su parte y no me hubiera permitido sortear de la mejor manera posible su enfermedad y su muerte. Una vez que le pregunté al respecto, me contestó: “Me da tristeza de ti, de la casa y de los amigos, pero ante un hecho ineluctabl­e no puedo sentir tristeza, eso no va conmigo”. Una semana después de la muerte de Álvaro, debo decirlo, me llamó una sicóloga de Sura para preguntar por mi estado. Por supuesto, me dio una serie de recomendac­iones para manejar mi duelo.

¿Cómo fue el día de la muerte de Álvaro?

Se convirtió en una bellísima ceremonia: en nuestra casa, la misma de la que nunca salí después de que me reencontré con él a mis 22 años, hay un patio que él bautizó con el nombre del Salón Etílico, el lugar de las fiestas. Fue ahí donde decidió que le practicara­n la eutanasia. Salimos de nuestra habitación a las 12 del día, él apoyado en mi

‘‘Tomé

la mano de Álvaro y la otra la puse sobre su vientre porque quería sentir hasta la última palpitació­n de su corazón. Estirado, ya en posición y listo para morir, me dirigió la última mirada”.

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/ Carlos Esteban Congote A finales de junio de 2020, Álvaro Mejía expresó su decisión de morir. El día de la eutanasia brindó con un trago de Glenfiddic­h, junto a su esposa Angélica Lopera y algunos invitados.
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/ Carlos Esteban Congote “Yo estaba de luto de pies a cabeza. Él calzaba unas pantuflas azules oscuras”.
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