De los vientos a las tempestades
El escritor William Ospina reflexiona sobre las dinámicas que han rodeado la construcción social, política y económica del país.
Lo que inicialmente había sido una guerra de resistencia rural harto justificada por la arrogancia y la barbarie del poder, un poder que había tolerado y estimulado el sacrificio de 300.000 campesinos y ahora desataba bombardeos implacables contra los pocos que se rebelaban, degeneró en una guerra de bandidaje contra las clases medias rurales. Los guerrilleros abandonaron gradualmente su causa política para convertirse en salteadores de caminos, secuestradores, asaltantes de pueblos, terroristas y, cada vez más, no solo en cobradores de impuestos a las mafias sino incluso aliados de los traficantes.
Con todo, en un país donde el Estado no ampara a las personas ni protege el territorio, esas guerrillas desnaturalizadas lograron funcionar por momentos como un factor de protección de los campesinos ante la avidez de las mafias y como un freno involuntario ante el avance depredador de los capitales arrasadores de la naturaleza, y los acuerdos políticos que no las convierten en aliadas reales de la sociedad sino que las anulan y las abandonan a su suerte, antes agravan los problemas que resolverlos.
Una de las más antiguas tradiciones de Colombia es el paramilitarismo. Consiste en que cada vez que el Estado se ve en dificultades para controlar el territorio y someter a sus enemigos, sean criminales o rebeldes, en lugar de profundizar su vocación democrática y legitimarse mediante reformas y concesiones como en todas partes se hacen a los ciudadanos que exigen, prefiere recurrir a la ilegalidad, violar su propia ley y hasta utilizar fuerzas criminales para imponerse. Ya en los años 40 el gobierno conservador había politizado a la Policía utilizándola como fuerza criminal contra los liberales. En los años 60 y 70 se hablaba de la “mano negra”, que con la indiferencia o complicidad de las fuerzas armadas realizaba labores de lo que suelen llamar “limpieza social”.
A finales de los años 70, como en otros países del continente, se desató la guerra sucia contra los rebeldes urbanos. El siniestro Estatuto de Seguridad del gobierno de Turbay Ayala no solo permitió toda clase de excesos, torturas y desapariciones contra los guerrilleros del M-19, que vivían su mayor auge, sino que le dio alas a la prepotencia militar que unos años después tendería a emanciparse del poder civil, como en la retoma del Palacio de Justicia asaltado por el M-19 en 1985, o en el bombardeo por propia iniciativa de los militares en 1991 a los campamentos de los guerrilleros, con quienes hasta el día anterior se estaba dialogando, justo cuando se pretendía aclimatar la convivencia bajo una nueva Constitución.
La nueva Constitución, que en 1991 reemplazó a la de 1886, fue redactada por tres fuerzas distintas: los liberales, los conservadores y el M-19, que en lugar de entenderse la llenaron de incongruencias. La fuerza mayoritaria, los liberales, se preocupó solo por los asuntos económicos y políticos y la convirtió en un engendro neoliberal, que a partir del gobierno de César Gaviria y su apertura económica indiscriminada acabó de postrar la economía formal del país, aniquilando la industria, eliminando las pocas instituciones funcionales de la república bipartidista, permitiéndole sobrevivir solo a la gran agricultura capaz de competir en el mercado exterior, condenando a los pequeños campesinos a competir desfavorablemente por el mercado interno de alimentos o a producir, en condiciones más desfavorables todavía, plantas de uso ilícito, lo único que les compraría el mercado mundial.
Los conservadores, por supuesto, se encargaron de eternizar las condiciones para que no se modificara el régimen de propiedad de la tierra, uno de los más escandalosos del mundo, porque probablemente en 2021, con 51 millones de habitantes, Colombia tiene menos propietarios de tierras que cuando éramos quince millones, en los tiempos en que comenzó la Violencia.
Y el M-19 se esforzó por darle expresión a un recetario de garantías sociales indudablemente avanzadas en su enunciación, pero que un modelo neoliberal, terrateniente, enemigo del trabajo y de la producción, e hipotecado al mercado mundial, no permitiría jamás hacer efectivo en la práctica. Así, la tutela, una de la más avanzadas figuras de protección del ciudadano, terminó sirviendo apenas para convertir en asunto de tribunales el cumplimiento de derechos tan elementales como el de obtener un servicio médico de urgencia o la provisión de unas medicinas.
Los tres firmantes de la nueva carta no solo tuvieron que sesionar bajo la intimidación de los traficantes, que eran ya casi más poderosos que el Estado y estaban en guerra con él. Fortalecieron de un modo exagerado el poder presidencial, no reformaron un sistema electoral podrido de corrupciones y vicios clientelistas, no se atrevieron a modificar el antiguo poder de unas fuerzas armadas que, a falta de conflictos internacionales que las justifiquen, parecen necesitar el conflicto interno para legitimar su existencia, y para perpetuar la nefasta teoría del enemigo interno, que ha sido fuente de buena parte de nuestras violencias. Pusieron el país bajo el texto de una carta que en treinta años ha tolerado todas las corrupciones y no ha permitido alcanzar ni uno solo de los objetivos que predicaba.
Así gestan las tempestades esos vientos nacidos del desorden mundial: desamparando el trabajo nacional, convirtiéndonos en consumidores de toda clase de bienes importados, pero sin capacidad productiva para acceder a ellos, dejándonos en gran medida en manos del único negocio que la prohibición ha hecho rentable: el tráfico de drogas, que genera un incesante baño de sangre y sacrifica millares de jóvenes cada año en el cultivo, el transporte de droga y el microtráfico. Es un modelo económico que además destruye la vida social, carcome las instituciones, compra conciencias, degrada la moral pública y convierte la violencia en la única fuente de empleo para millones de hijos y nietos de esos viejos campesinos expulsados por el desarrollo hacia la vida sin futuro de las orillas.
Hoy se añoran los caminos vecinales, el trabajo de los construc
››La paz nunca se hace con la ciudadanía pacífica, que lleva vidas enteras esperando la economía incluyente y la cultura que dignifique”.
››Si algo es evidente es que ya no puede haber soluciones nacionales, aunque sí maneras nacionales y locales de emprender unas soluciones planetarias, que pongan las prioridades de la vida por encima de los manuales de instrucciones que nos imponen las grandes agencias del desarrollo”.
tores de obras públicas en tantos municipios, que logró un adecuado grado de ejecución de obras aun en medio de las condiciones sociales más difíciles. El capitalismo salvaje propio de estos tiempos de nihilismo, de omnipotencia del dinero, de lucro indiscriminado, de arrasamiento de la naturaleza, de destrucción del clima y deshumanización de la vida, convierte en organismos complementarios la economía legal y la ilegal, como si la Coca-cola y la cocaína terminaran siendo las dos caras de una misma potestad, que hace circular al final por las venas del gran sistema financiero todas las ganancias, pero que genera una desigualdad creciente y monstruosa entre las sociedades del bienestar, que producen y consumen pero destruyen el mundo con su poderío, y las sociedades del malestar que se extenúan satisfaciendo sus demandas, consumiendo sus bienes, muriendo de privación en países llenos de posibilidades y estrechándose contra las fronteras de los países ricos como rostros contra una reja de acero.
Es asombroso que en un cuadro tan dramático como el que sé que estoy pintando, Colombia no solo se sostenga sino que sea posible ver en ella supermercados lujosísimos, edificios opulentos, clínicas de primer orden, un parque automotor renovado, hermosos barrios campestres, un sector de la población que bien puede ascender a la quinta parte, favorecido por todos los lujos y con niveles notables de consumo y bienestar.
Pero la palabra “bienestar” es bien relativa, porque no puede haber islas de esplendor que vivan tranquilas en un mar de borrascas, y lo que permite esos lujos, y hasta ostentosos soplos de modernidad que es posible advertir aquí y allá, es el hecho de que Colombia es hoy uno de los países más desiguales del mundo, y lo que está a la vista es el esplendor del sector más privilegiado, pero hasta este vive en la angustia, porque Colombia, como yo me atreví a decirlo hace 25 años en un ensayo que se llama ¿Dónde está
la franja amarilla?, es un país donde los pobres no pueden comer, la clase media no puede comprar y los ricos no pueden dormir.
Perdimos la paz hace mucho tiempo, y esa paz es la principal promesa de los políticos desde los tiempos de Jorge Eliécer Gaitán. Cada diez o quince años nuestra dirigencia diseña un nuevo proceso de diálogo al que no vacila en llamar la Paz, así, con mayúscula, pretendiendo que es la paz definitiva, pero esos procesos casi siempre consisten en desmovilizar a un grupo insurgente, a unos bandoleros, a unas guerrillas, a unos paramilitares, y generalmente atribuirles la responsabilidad de todo lo ocurrido, pero la paz nunca llega, porque la que nunca se hace es la paz con la ciudadanía pacífica, que lleva vidas enteras esperando la economía incluyente y la cultura que dignifique, o que al menos nos den lo que ya tuvimos y hoy nos dicen que es imposible. Porque la verdad es que tuvimos un Seguro Social que funcionaba y fue desmontado para abrir paso a un modelo neoliberal terriblemente injusto, tuvimos ferrocarriles y fueron desmantelados, tuvimos una pequeña economía formal, pero hoy estamos en poder del rebusque.
Hoy sería ganancia recuperar algunas cosas que perdimos, pero siempre tenemos derecho a esperar que se haga posible lo mucho que Colombia merece. Sé bien que muchas cosas que digo de mi país pueden decirse parcialmente de otros países de la región. Pero mucho me temo que de ningún otro pueden decirse todas, porque Colombia es hoy un compendio de males que otros países solo tienen parcialmente. Ojalá eso nos enseñara a encontrar más complejas soluciones. Pero de todos los males el peor es que, para garantizar privilegios y mantener el statu quo, ningún país de América está pagando una cuota de sangre tan grande como la que paga Colombia, y que nuestros gobiernos, en lugar de atenuar, incrementan con su torpeza, para no decir que es malignidad.
Ya no es necesario mencionar nombres. Todos los gobiernos colombianos de los últimos tiempos han aceptado sin objeción los imperativos del desarrollo, la prohibición y la apertura neoliberal, y para ello han renunciado a la construcción o siquiera la orientación de una economía nacional productiva, que no se limite a seguir siendo la economía extractiva que nos convirtió en lo que somos desde el siglo XVI; han renunciado a afirmarse en un orden económico y político que nazca del territorio, de los climas, de la naturaleza y de la cultura: de esta compleja cultura mestiza que exige cada vez con más urgencia ser leída con respeto y veneración, que exige de nosotros dignidad y clarividencia: la lucidez de pensamiento, la energía de carácter y el poder de imaginación que nos permitan sobreponernos a muchas décadas de indignidad, servilismo e irresponsabilidad.
Si algo es evidente es que ya no puede haber soluciones nacionales, aunque sí maneras nacionales y locales de emprender unas soluciones planetarias, que pongan las prioridades de la vida, la defensa de la naturaleza, la protección del trabajo, la conservación del agua y de la biodiversidad, y la construcción de una economía auténtica, sana y protectora por encima de los manuales de instrucciones que nos imponen las grandes agencias del desarrollo, los grandes organismos financieros y los grandes poderes políticos y militares a los que siempre se sometieron nuestros políticos; esas multinacionales de las marcas, los estilos de vida, las armas, las influencias y los oscuros saqueos.
Una utopía de la vida, nos recomendaba en sus manifiestos Gabriel García Márquez. Es esa utopía de la vida la que parece insinuarse en el despertar impaciente y valeroso de los jóvenes despojados de todo futuro que llenan las ciudades de Colombia, que han alcanzado a hacer oír sus voces a través de las redes planetarias, y que asombrosamente, a pesar de estar abandonados en las fronteras del peligro, sin futuro y casi sin presente, no amenazan con destruir todo lo que existe sino que reclaman educación, trabajo, un lugar de dignidad y de esperanza en las trincheras de resistencia de la humanidad. Esos jóvenes valientes y comprometidos que en todo el mundo les están diciendo a las sociedades que van a tener que contar con ellos, que van a tener que confiar en ellos, mientras gobiernos ciegos a lo que verdaderamente ocurre persisten en respuestas brutales, y sobre el horizonte de la historia se amontonan nubarrones casi indescifrables.