Dirigencia con anteojeras
EN SU NUEVO INTENTO POR PASAR una reforma tributaria para aliviar las golpeadas finanzas del Estado, el Gobierno mejoró de tono. El proyecto tiene un “sentido de grandeza y solidaridad”, dijo el ministro de Hacienda, José Manuel Restrepo, y fue consensuado después de mes y medio de diálogos en todo el territorio nacional.
A primera impresión, esta puesta en escena reflejó un esfuerzo genuino para comprender a un país sufrido, donde el COVID-19 ha matado a 115.000 personas y las restricciones para atajarlo metieron en las filas de la pobreza a tres y medio millones de personas, quebraron a más de medio millón de pymes y dejaron sin empleo a casi una de cada cinco mujeres y al 18 % de los jóvenes.
No obstante, en un segundo repaso del fondo y la forma del proyecto tributario sale a relucir el talante desalmado contra el que se levantó el país en protesta por 45 días, desde el 28 de abril.
Del fondo: es cierto que extiende las limosnas estatales para los más pobres hasta 2022 y ofrece mantener a flote el salvavidas para que unos miles de empresas solventen su nómina hasta este diciembre. Los otros anuncios solidarios —25 % de subsidio a quienes empleen a jóvenes y matrícula cero para la educación superior pública— lo serán realmente dependiendo de cómo los redacten en el texto que presenten al Congreso el próximo 20 de julio. ¿Sostendrán para siempre y para todos, por ejemplo, esa matrícula gratuita?
En cambio, retiró los puntos más igualitarios de la anterior reforma: un impuesto adicional al patrimonio de los más ricos; el cobro progresivo del impuesto a la renta a las personas naturales, para que quienes ganen más paguen más, y otro a las pensiones de más de $7 millones mensuales. Estos artículos no los tumbó el paro, sino los aliados de Duque.
Pero la empatía puesta en escena para lanzar la reforma fiscal también pela el cobre cuando descubrimos a los ausentes del anunciado consenso. El ministro Restrepo dijo que hablaron con empresarios, partidos políticos, alcaldes, gobernadores, beneficiarios de programas sociales y estudiantes. Ni pío sobre los trabajadores del Gobierno ni los de los empresarios. Tampoco contemplaron en su diálogo a los líderes cívicos, étnicos y sociales, organizados en miles de asociaciones. Ellos suelen escuchar más de cerca a la gente que los políticos y conocen mejor sus carencias.
Uno se pregunta, entonces, cómo hablan de crecimiento económico sin obreros, ni campesinos; de educación, sin maestros, y de desarrollo, sin pueblo (salvo por quienes hacen fila para recibir dádivas oficiales sin chistar).
Pretenden que, por no mencionarla, la protesta desaparezca o apenas se registre como “ese infame paro”, según el decir de un presidente gremial. En ese “infame paro”, según informó el Estado, se realizaron 12.478 protestas en 862 municipios de los 32 departamentos y el 89 % se desarrolló en forma pacífica.
La dirigencia con la que el gobierno Duque concertó esta reforma parece ver al país con anteojeras. Quizá se las impone el miedo a que un diálogo genuino les reste poder, o la convicción ideológica de que el progreso gotea desde arriba les limita su visión. Puede que pase la tímida reforma, pues, en lo fundamental, apenas desmonta ventajas que el mismo Duque le había dado al empresariado en 2019. Eso le basta a un Gobierno sin capital político que apenas necesita sobreaguar un año, pero si los poderosos no se despejan la vista y abren la conversación al país ignorado, nos esperan tiempos más difíciles.
Garay y Espitia analizan la desigualdad entre los distintos niveles de ingreso partir de los microdatos de las declaraciones de renta. Los ingresos promedio del 10 % de declarantes menos ricos en 2017 ascendieron a $861.000 mensuales, frente a un promedio de $52 millones para el 10 % más rico. Pero los promedios engañan. La diferencia entre el ingreso mínimo declarado de este 10 % más rico y el máximo varía de $16 millones para el más bajo a $162.500 millones mensuales para el más alto. Los 2.600 supersuperricos (el 0,1 %) empiezan en $82 millones mensuales y escalan al máximo señalado que equivale a 188,735 veces el ingreso promedio mensual que declaran los más aventajados del sistema tributario y que pagan una tarifa impositiva efectiva más alta.
En cuanto a las empresas de las que son dueños los superricos, Garay y Espitia también muestran una impresionante desigualdad patrimonial. En este caso, el 1 % más rico de las empresas del país concentra el 59 % del patrimonio bruto de la totalidad de las empresas, y el 0,1 %, las consideradas supersuperricas, un impresionante 30 % de patrimonio bruto total. Como en 2017 declararon 455.000 empresas, ese 1 % comprende a apenas 4.450 empresas, 747 más que las clasificadas como grandes contribuyentes por la DIAN para ese año.
Pero hay más. El 70 % del patrimonio bruto de las empresas está representado en activos e inversiones de índole financiera y solamente el 25 % en activos intangibles y productivos. De ahí que Petro anuncie que solo gravará el capital improductivo de los 4.000 contribuyentes más ricos, para evitar afectar la producción. Llegó la hora de la transparencia en el debate de la justicia tributaria. El Gobierno, los gremios y los expertos deben hablar con las cifras secretas de la desigualdad.