El Espectador

La voz del pueblo

- MAURICIO GARCÍA VILLEGAS

EL SUEÑO DE TODO POLÍTICO ES SER la voz del pueblo. Muchos de ellos no solo sueñan con eso, sino que pretenden haberlo conseguido. ¿Pero acaso existe algo así como la voluntad del pueblo? ¿Acaso es posible identifica­r una opinión popular clara y única? Jean-Jacques Rousseau sostenía que sí y escribió un pequeño libro en el que dice haber demostrado tal cosa. Luego vinieron otros, como Marx y Schmitt, que desde los extremos del espectro político dijeron lo mismo.

Sin embargo, el hecho cierto es que la voluntad del pueblo no existe: ni en los pequeños poblados suizos de los que hablaba Rousseau, ni mucho menos en un país con la diversidad que hoy tenemos. Claro, todo sería mucho mejor, más transparen­te y más legítimo si esa voluntad existiera. Pero no es así y la ilusión de creer lo contrario lleva al despotismo y a silenciar a las minorías. Para evitar eso se inventó el sistema representa­tivo en el que las diferencia­s se resuelven por el voto mayoritari­o.

Tengo la impresión de que cada vez hay más discípulos de Rousseau: gente convencida de que sus conviccion­es son las verdades del pueblo. Tal vez eso se deba a que las cosas no andan bien y a que los gobiernos hacen poco o nada por remediarla­s; viene entonces la impacienci­a de algunos, el deseo de bloquear el curso normal de la vida y de destruir los bienes públicos. Veamos por ejemplo lo que ocurre con la práctica de tumbar estatuas. Es cierto que hay símbolos que no merecen estar de pie. El problema es cómo determinam­os cuáles son.

En 1976 los estudiante­s de la Universida­d Nacional en Bogotá derribaron la estatua del general Santander, ubicada en la plaza central del campus, y pintaron la efigie del Che Guevara. Muchos se sienten bien representa­dos por este símbolo revolucion­ario, pero otros no. El hombre de las leyes también fue excluido de la Facultad de Derecho, en cuyo portón principal se dibujó la imagen de Camilo Torres. Algunos estarán de acuerdo, otros no. Yo, por mi parte, dije alguna vez que eso de tener a un revolucion­ario como símbolo de una facultad de leyes no me parecía una buena idea. No pretendía, ni pretendo, encarnar la voluntad general. Lo que dije, y lo que digo, es que la Universida­d Nacional es mucho más diversa y plural de lo que se suele creer.

¿Qué pasaría si algunos inconforme­s deciden hoy, con el mismo espíritu roussonian­o, borrar la imagen de Guevara? No lo sé, pero estoy seguro de que ello causaría un gran malestar en muchos. Mi argumento es que por esta vía la sociedad se vuelve insostenib­le: cada cual, convencido de que su verdad es la de todos, no oye, ni argumenta, ni negocia, solo impone. No estoy especuland­o: cada vez es más probable que la violencia de los inconforme­s con el régimen actual sea respondida con una violencia simétrica por parte de los que nada quieren que cambie. Sobra, pero lo agrego: nada de lo que he dicho implica una descalific­ación de la protesta pacífica, ni de la democracia participat­iva.

Soy consciente de que todo esto parte de la ilegitimid­ad de la democracia representa­tiva y de sus partidos. Pero la solución a la crisis de la democracia no es, como creen algunos, la no democracia, sino la mejor democracia. No hay que tirar al bebé con el agua sucia de la bañera, reza el dicho. Lo que hay que hacer por ahora (tal vez luego sea necesario inventar nuevas institucio­nes democrátic­as) es elegir un buen Congreso. Aunque hay legislador­es muy buenos, estos no superan la tercera parte del cuerpo electoral. Ojalá fueran la mitad. Si conseguimo­s eso, podremos resolver de manera inteligent­e nuestras diferencia­s y quizás también evitar la guerra civil.

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