Fiebre autoritaria
HACE UN POCO MÁS DE UN AÑO EL gobierno chino ejercía controles a los ciudadanos basados en su estado de salud y sus riesgos asociados al COVID-19: vigilancia por códigos QR, limitaciones de acceso a lugares, controles virtuales al azar sobre síntomas. En el primer momento ese enfoque se contempló en Europa y Estados Unidos y se pretendía ejercer mediante la exigencia de pruebas PCR negativas o la demostración de haber adquirido inmunidad natural. Luego las noticias chinas hicieron que las medidas se consideraran desproporcionadas y dignas de un régimen totalitario que mira a sus habitantes como ratones en sus compartimentos vigilados. La idea no le gustó a la OMS por la falta de certeza sobre la protección. La revista Nature expresó su preocupación en un artículo en mayo del año pasado: “… cualquier documentación que limite las libertades individuales sobre la base de la biología corre el riesgo de convertirse en una plataforma para restringir los derechos humanos, aumentar la discriminación y amenazar, en lugar de proteger, la salud pública”.
Lo que hace un año parecía una herramienta totalitaria hoy es una realidad en Francia, Italia y Australia, y la presión para imponerlo en otros países viene creciendo. En Francia el 76 % de los ciudadanos están de acuerdo con la exigencia, pero las protestas del fin de semana contra la medida congregaron a 160.000 personas en diferentes ciudades. Macron anunció la obligatoriedad del “pasaporte de vacunación” para entrar a cafés, restaurantes, centros comerciales, hospitales y trenes de larga distancia a partir de agosto. Poco a poco los apestados que no se hayan puesto la vacuna tendrán la casa por cárcel. Aplicarse la vacuna será obligatorio para quienes trabajen con personas mayores o frágiles. Los trabajos que en su mayoría realizan inmigrantes estarán vetados para los “sin vacuna”. ¿Van a encontrar quién cuide a sus ancianos? ¿Van a comenzar a buscar a los “propagadores” pidiendo documentos en las calles? Europa comienza a mirar a China como ejemplo.
Los historiadores nos han recordado la peste de fiebre amarilla en Nueva Orleans en el siglo XIX. Los “aclimatados”, quienes se habían infectado y habían sobrevivido, se convirtieron en una casta con potestades extraordinarias. El precio de los esclavos aclimatados subió un 25 %. Los trabajos, los créditos, el arriendo de las habitaciones se otorgaban solo a quienes reñían inmunidad. Los periódicos hablaban de un “bautizo de ciudadanía”. De modo que los ricos salían de la ciudad mientras inmigrantes y esclavos tomaban el riesgo de infectarse para salvarse.
En las protestas recientes en Roma y otras ciudades se han visto carteles con las imágenes de Auschwitz y leyendas alusivas a la discriminación sobre los no vacunados. La comparación es sin duda exagerada, pero recuerda las consideraciones de los nazis que vieron a la sociedad como una masa con deformidades que era necesario aislar y enfermedades que era necesario curar. Algunos han hablado de una “biocracia”.
Los castigos que proponen los “pasaportes” solo radicalizarán a quienes no quieren vacunarse. Crearán burbujas de “sin vacunas” que los irán alejando del Estado y la sociedad. Encontrarán su manera de vivir y morir lejos de los controles y la atención del Estado. Los incentivos para alentar la vacunación nos acercan como humanidad, mientras los castigos no harán más que discriminar y separar a los ciudadanos.