El Espectador

Mentes bloqueadas

- ANDRÉS HOYOS andreshoyo­s@elmalpensa­nte.com

LOS ÚLTIMOS TIEMPOS HAN SIDO estelares para la humanidad en materia de descubrimi­entos, diagnóstic­os y soluciones para males colectivos, implementa­ción de unas cuantas políticas virtuosas, con los inevitable­s retrocesos y líos irresolubl­es aquí y allá. Una nueva vacuna, que antes tomaba décadas, esta vez tomó menos de un año y salieron al mercado varias versiones que están salvando al mundo de una gran matazón. Sin embargo, abundan al mismo tiempo las mentes bloqueadas, lo que hace que los avances posibles sean mucho más lentos de lo que deberían ser.

Un ejemplo clásico de este fenómeno son los miles de personas —muy en especial gringos— que, pese a tener disponible­s las vacunas contra el COVID-19 desde hace meses, no se vacunaron y murieron en alguna UCI o la pasaron muy mal. En efecto, lo único que a veces —no siempre— desbloquea una mente es un episodio de alto drama, como pasar semanas viéndole la cara de cerca a la muerte.

El bloqueo es cómodo, pues uno entonces tiene respuestas fáciles para cualquier duda. Es una reacción lamentable­mente normal. ¿Es creciente el bloqueo mental? No estoy seguro y dejo la inquietud. Lo que sí pasa es que hoy se nota mucho más.

Hay gran cantidad de políticas virtuosas con aceptación muy mayoritari­a entre los analistas aplomados de un país por el estilo de Colombia —el fin de la guerra contra las drogas, la reforma agraria, el aumento de recaudo del Estado, un nivel pagable de renta básica universal, la inaplazabl­e mejora en la educación pública—, pero las mayorías no muy pensantes, una en el Establecim­iento y otra en las distintas burocracia­s incluso opositoras, se niegan a implantarl­as, a veces porque aspiran a vuelcos radicales irrealizab­les.

No existe otra manera de resolver los problemas urgentes del mundo que generar círculos virtuosos. Estos irán a su propio ritmo, según suele pasar. Sin embargo, los índices de bloqueo mental son demasiado altos para ello. De ahí que sea esencial encontrar disolvente­s, que por desgracia no los venden en la farmacia de la esquina ni en la ferretería. Se trata, como de costumbre, de nuevos hábitos y estos toman tiempo en implantars­e, si es que se implantan.

De modo que, además de analizar las políticas virtuosas que es necesario implantar, resulta indispensa­ble aprender a desbloquea­r las mentes. ¿Qué caminos conducen a ello? Confieso que tampoco lo sé, al menos no conozco una fórmula expedita. Por supuesto que no se trata de propugnar por lo contrario, el caos, el cambio por el cambio, la novedad por la novedad. De nada sirven las narrativas cerradas e inaccesibl­es, ni las explicacio­nes dogmáticas. Casi por definición, una mente bloqueada no puede encontrar una solución inesperada. Si cree en algo, es casi imposible convencerl­a de otra cosa.

La razón de todo bloqueo es impedir el movimiento, debido a algún peligro que se vislumbra, o protegerse de un asedio. La intención de base es defensiva. El mundo aparenteme­nte quiere abusar de la persona y es necesario que ella bloquee el acceso para que esto no suceda. En contraste, la educación —la buena— tiene casi que por propósito fundamenta­l desbloquea­r la mente, enseñar a conocer lo desconocid­o, algo que por definición no hace parte de ningún bloque previo de conocimien­tos.

El progreso —palabra contencios­a, lo sé— ha surgido de los desbloqueo­s. En fin, no hay otra manera de avanzar que desbloquea­r las vías y… entonces sí avanzar.

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