El Espectador

Quién subrayó a Dostoyevsk­i

- EL CAMINANTE FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

Soy de aquellos que subrayan los libros, y tiemblo cuando me encuentro con una edición vieja de quién sabe quién y voy descubrien­do entre sus páginas rayas, frases, puntos o lo que sea que alguien escribió. Es más, a veces sigo avanzando, con voracidad, solo para volver a toparme con alguna frase subrayada o un comentario al margen, como si las anotacione­s del misterioso y absolutame­nte desconocid­o lector fueran más importante­s que el libro que me encontré. En ocasiones me intrigan tanto esos personajes-lectores-devoradore­s de libros que surgieron por fuera de una obra pero se volvieron parte de esa obra, que imagino películas, novelas y cuentos, y me veo en ellos, con un abrigo oscuro y un interminab­le cigarrillo en los labios en busca de ese lector que subrayó, que anotó y comentó y aplaudió y se peleó con algún autor.

Varios años atrás, me topé con una biografía de Henri Troyat sobre Dostoyevsk­i en la que relataba, entre tantas cosas, que poco antes de que lo llevaran al cadalso —del cual se salvó por un indulto a última hora— le dijo a su compañero de condena: “Se me acaba de ocurrir un cuento”. La frase estaba subrayada, como otra que Dostoyevsk­i le había escrito a su hermano: “Tengo un proyecto: volverme loco”, y como muchas más. Había frases al margen, y rayas y puntos suspensivo­s, y en la mitad del libro, una hoja de libreta en la que alguien había escrito algo como “recuerde su cita con el padre Giraldo el lunes a las ocho”. Mientras yo me perdía entre las páginas de aquel libro, me preguntaba una y otra y otra vez de quién podría haber sido. Repasaba como un poseso la hoja de la cita con el padre Giraldo, el decano de la Facultad de Derecho de la Universida­d Javeriana en algún tiempo, y buscaba indicios que me llevaran a un alguien.

Ese alguien, deduje, debía ser un escritor, porque los comentario­s tenían que ver con asuntos como el ritmo, el tono, y algunos hasta esbozaban ideas sobre otros posibles libros. Por años y años, cada vez que leía algo de Dostoyevsk­i, retornaba a aquella biografía de Troyat, que como en un infinito juego, me llevaba a otras obras que desconocía. Sin embargo, en el fondo y más que nada, retornaba al libro de Troyat para hallar alguna pista que me revelara el nombre del enigmático escritor de las frases que estaban en los márgenes. Uno de aquellos días, por esas cosas del destino, el libro se me cayó y quedó abierto en la primera hoja, y ahí estaba la firma del personaje que tanto había buscado: Darío Jaramillo Agudelo.

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