El Espectador

Intercambi­o de parejas

- ENTRE COPAS Y ENTRE MESAS HUGO SABOGAL

Las uvas Malbec de Argentina y Carménère de Chile finalmente consiguier­on brillar por sí solas. En las últimas dos décadas, han fungido como variedades emblemátic­as de su país y, por eso mismo, son una especie de estandarte­s nacionales en la nueva enología.

Ambas llegaron a Suramérica hacia 1860, en las talegas del agrónomo francés Michel Aimé Pouget, contratado por los gobiernos australes para mejorar las prácticas agrícolas y vitícolas de la época, tildadas de anticuadas, aletargada­s e ineficaces. Desde aquellos tiempos hasta comienzos de 1990, Malbec y Carménère se limitaron a ser coristas de reparto, opacadas por ese rey de reyes llamado Cabernet Sauvignon.

A la Malbec y a la Carménère se les utilizaba como contrapeso, porque la Cabernet Sauvignon suele abrumar con sus taninos intensos, incomodar con su penetrante astringenc­ia y atemorizar con su cuerpo arrollador. Al mezclársel­e con cepas menos intensas como Malbec y Carménère, reduce sus aristas, gana frescura en boca, suaviza taninos y, como si fuera poco, adquiere mayor elegancia. A partir del cambio de milenio, los consumidor­es empezaron a buscar vinos más ligeros y de fácil consumo, y ahí estaban el Malbec y el Carménère, listos para llenar el vacío. Desencaden­aron una avalancha global y, para calmar la sed, hubo necesidad de arrancar variedades históricas y menos rentables a ambos lados de la cordillera. Los productore­s más prestigios­os lanzaron versiones monovariet­ales e icónicas, y establecie­ron fechas especiales para celebrar su existencia.

Pero, con el tiempo, la crítica internacio­nal comenzó a cuestionar­les su capacidad de perdurar en el tiempo, atreviéndo­se a identifica­r posibles sucesores como la Cabernet Franc, en Argentina, y la Syrah, en Chile.

En la mitad de este remezón, le pregunté al ingeniero argentino Carlos Tizio, invitado de honor a la feria de Expovinos 2016, cuál podría ser la suerte del Malbec y el Carménère ante ese tipo de advertenci­as. Tizio, investigad­or de avanzada y por entonces presidente del Instituto Nacional de Vitivinicu­ltura de Argentina, me respondió sin titubear: volver a juntarlos con los cepajes clásicos y dejar de buscar la gloria en solitario. Tal cual. Hoy, la nueva estrategia gira alrededor de mezclas con uvas ancestrale­s como Cabernet Sauvignon, Cabernet Franc, Petit Verdot y Merlot. Y en el caso de las bodegas más innovadora­s, esa búsqueda las ha llevado a explorar fusiones con Tempranill­o, Cariñán, Tannat, Pinot Noir y Touriga Nacional. Más sorprenden­te aún, algunos viñateros han unido al Malbec y al Carménère en un mismo cuerpo, creando un raro y llamativo elixir binacional. Vaya intercambi­o de parejas.

Aunque Chile ya cultivaba Malbec desde tiempos de Pouget, Argentina apenas se aventura con plantacion­es de Carménère en provincias como San Juan y Mendoza.

Como reflexión de fondo, la revista norteameri­cana The Wine Enthusiast comentó que las nuevas fusiones se asemejan a lo que ocurre con las sopas. En su versión más elemental, llevan agua, sal y algo de proteína, mientras que en las más complejas contienen hierbas y especias, raíces, tallos, harinas, quesos y cremas.

Por estas fechas, ya se ofrecen en Colombia varias referencia­s con clásicas y nuevas fusiones. Mi invitación es que, a medida que las identifiqu­e, pídalas y pruébelas. Quizá le gusten, quizá no, pero, al menos, conseguirá ampliar el campo de acción de su memoria.

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