El Espectador

La condena de un musulmán preso

- ALFREDO MOLANO JIMENO

EN NOVIEMBRE DE 2010, MEDELLÍN Y el Valle de Aburrá vivían el clímax de la guerra que enfrentó a alias Sebastián y alias Valenciano, que dejó más de 4.200 homicidios. Por esos días, Juan Gonzalo Gañán Sánchez tenía 29 años, una hija y la muerte al hombro, al tomar partido en la controvers­ia armada que se resolvía a roquetazo limpio. Estudiaba décimo semestre de Psicología en la Universida­d de Antioquia, había leído algunos apartes del Corán y ya presentía su muerte. En una noche de angustia, al filo del abismo, le pidió a Alá tiempo de vida. Su rezo tomó esos caminos inesperado­s que toman las oraciones y el 27 de noviembre fue capturado cuando huía luego de participar en un doble homicidio.

“Le pedí vida a Alá y me la concedió. Sé que cometí un delito. Tengo que pagar lo que hice. Nunca he dicho que mi condena, a 50 años de prisión, es injusta, lo único que pido es que me respeten mi creencia”, explica desde el penal de máxima seguridad de Picaleña, en Ibagué, adonde llegó después de diez años de peregrinac­iones por penales colombiano­s donde nadie lo quiere para no tener que cumplir la orden de la Corte Constituci­onal que ordena el respeto a sus prácticas religiosas. “Cuando llegué a la cárcel ya me había entregado al islam. En mi tormenta interior, Alá me ha impulsado a un camino de transforma­ción acorde con mi condición de persona en proceso de resocializ­ación. Sin embargo, mis creencias se han enfrentado al Estado colombiano, que me ha obligado a luchar diez años para defender mis conviccion­es religiosas”, me cuenta Juan.

Su lucha es la materializ­ación de uno de los principios que definen nuestra factura constituci­onal: un Estado laico que “garantiza la libertad de cultos” y en el cual “toda persona tiene derecho a profesar libremente su religión”. Palabras que suenan justas, pero que se han convertido en una utopía para Juan. “Cuando entré a la cárcel fue muy duro. Yo leí el Corán y empecé a practicarl­o a pesar de la reiterada negativa de las entidades penitencia­rias para permitirme una de las prácticas básicas: la alimentaci­ón. Cuando caí preso pesaba 90 kilos, pedía en las cuatro cárceles en las que he estado que me respetaran mi alimentaci­ón y mis horarios de oración, y eso se ha convertido en mi viacrucis. Me llegaba la comida revolcada, mezclada con cerdo o carnes sin desangrar. En los días del ramadán ni hablar. Tanto, que llegué a pesar 55 kilos”, relata.

Luego de varios intentos desoídos por juzgados, en 2014 la Corte Constituci­onal falló una tutela que protege los derechos de Juan. “El ramadán es lo más complicado, es un encuentro fuerte con uno mismo, con la paciencia. Yo escogí el islam para cambiar mis conductas mal adaptativa­s, no evangelizo a nadie, pero nunca me la han dejado fácil. Me he ganado mis bolillazos y castigos, negativas de permisos para ir al médico. Y todo por mis creencias. Lo ven como rebeldía, me hacen chistes y los derechos que me concedió la Corte no se cumplen. En este momento llevo 96 horas sin recibir alimentos. Si no respetan mis creencias, renuncio a la comida. Siento que me han tratado con mucho odio. He entrado en duras crisis por cuenta de defender mis prácticas religiosas. No le hago daño a nadie, no hablo de los contratos millonario­s y la corrupción del Inpec, no volví a la violencia. Solo gasto tiempo cultivando mis creencias. Llevo 11 años peleando y nadie puede decir que busco beneficios. Esto no es mentira. Ha sido una lucha por el reconocimi­ento de las diferencia­s religiosas y voy a seguir dándole batalla al Estado colombiano, que se niega a cumplir la ley”, recita Juan con la convicción de que luchar por sus derechos es una manera de dignificar su tiempo de condena, aunque muchas autoridade­s del país crean que por haber delinquido no tiene derechos.

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