El Espectador

“El supuesto gen de nuestra violencia es un mito peligroso”

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Habla el psiquiatra Alberto Fergusson, profesor de la Universida­d del Rosario y asesor de la Comisión de la Verdad, sobre la ira en las relaciones entre colombiano­s.

Entrevista con el reconocido psiquiatra Alberto Fergusson, profesor del Centro de Estudios Psicosocia­les de la Universida­d del Rosario y asesor del presidente de la Comisión de la Verdad, sobre la conducta iracunda que parece dominar las relaciones entre colombiano­s. Niega que exista un ADN que nos incline a la violencia y afirma que esa es una forma de enmascarar desigualda­des socioeconó­micas. Verdades polémicas. Colombia fue la admiración del mundo cuando se firmó el Acuerdo de Paz en 2016. Sin embargo, cuatro años y ocho meses después, las cifras de violencia contra los firmantes exguerrill­eros, líderes y defensores son aterradora­s: 1.116 líderes y defensores han sido asesinados desde la firma, 768 desde el inicio del actual Gobierno; hasta abril de este año, 289 excombatie­ntes han muerto a manos de sicarios y se han presentado más de 200 masacres (Indepaz). Muy desalentad­or. ¿Estamos viendo solo las noticias fatales y no las positivas?

Desde el inicio de las conversaci­ones en La Habana, se empezó a utilizar una palabra un tanto desafortun­ada. Me refiero al llamado “posconflic­to”. Uno puede entender en qué sentido se utilizaba el término, pero el mensaje que envió y la expectativ­a que creó fueron equivocado­s y contraprod­ucentes: la guerra precisamen­te ocultaba los conflictos, las contradicc­iones, silenciaba a la gente y evitaba el desenvolvi­miento natural del conflicto social, que es creativo, deseable y única fuente de los avances que requiere cualquier comunidad. El denominado estallido social, por ejemplo, la toma de las calles, la participac­ión activa de la juventud era impensable, a mi juicio, sin tales acuerdos, por imperfecto­s que hayan sido y por más imperfecta, aún, que haya sido su implementa­ción.

Hay que aceptar, también, para comenzar por otro lado, que de una u otra forma, los acuerdos han sido de élites con muy escasa o nula participac­ión de la ciudadanía. Faltan demasiados actores.

¿Significa que, aunque pretendier­a lo opuesto, el Acuerdo de Paz exacerbó unas violencias?

Es duro pensarlo y decirlo, pero tiene uno, en ocasiones, la impresión de que uno de los factores de persistenc­ia del conflicto han sido, precisa y paradójica­mente, los múltiples procesos de paz que ha tenido el país en la medida en que, con ellos se logra que cuando la guerra se sale de sus “justas proporcion­es” —para usar un término conocido entre nosotros—, esta retorne a un nivel aparenteme­nte tolerable. Con algunos ajustes baja la intensidad, y ello garantiza que la estructura básica de la sociedad que mantiene la guerra no se transforme. Un poco a la manera de otro de nuestros dichos populares, según el cual “se hacen algunos cambios para que nada cambie”.

La historia nacional parece estar marcada por guerras, conflictos prolongado­s y luchas criminales entre bandos de uno y otro lado. ¿Es cierto que en el ADN colombiano está el gen de la violencia? Si no, ¿por qué parece que, siglo tras siglo, solo resolvemos problemas personales y sociales mediante la liquidació­n del otro?

Suscribo su afirmación agregando que no solo nuestra historia nacional sino la historia universal han estado marcadas por guerras, conflictos y luchas criminales entre bandos de uno y otro lado. Lo que sí es cierto, en particular en Colombia, es que se construyó el mito de que tenemos un supuesto ADN o un gen de violencia. A mi juicio, lo peligroso de ese mito, aparenteme­nte inocente, es que al “biologizar” de esa manera las causas de la violencia, enmascaram­os los factores socioeconó­micos y políticos que la explican. Se llega, incluso, al punto de permitirse negar factores culturales y psicológic­os que también, en parte, explican la violencia que usted describe. Insisto: intentar patologiza­r el comportami­ento de los colombiano­s le resta legitimida­d a muchos comportami­entos. El hecho de que se trate de acciones un tanto desintegra­das nos las vuelve patológica­s.

Para hablar de hechos recientes, el paro nacional fue enfrentado con extrema violencia. Suelen suceder choques entre manifestan­tes y agentes de Policía en todas partes, pero aquí la intensidad de los ataques fue mucho más grave y prolongada: del 28 de abril al 28 de junio, 75 asesinatos, 83 víctimas de violencia ocular, 28 de violencia sexual, 1.468 de violencia física (Indepaz y Fundación Temblores). ¿Por qué si el país ha tenido avances en academia, desarrollo, infraestru­ctura, leyes y derechos, no ha logrado ponerse al día en relaciones de respeto mutuo entre la autoridad y la

ciudadanía?

Ese desfase que usted indica, ese desarrollo desigual, es típico, aunque señalado con menor frecuencia, precisamen­te en sociedades como la nuestra, en donde se han generado, más que en muchas otras, grados extremos de desigualda­d. Las formas con las que en Colombia se han logrado abortar las oportunida­des de progresar y realizar transforma­ciones profundas, infortunad­amente, han sido bastante efectivas. Sin embargo, la represión sistemátic­a de los intentos de cambios realmente progresist­as no ha logrado impedir que, a través de unas rendijas, se vayan construyen­do algunas experienci­as en comunidade­s en donde prevalece el respeto mutuo entre la ciudadanía y las autoridade­s.

¿Por ejemplo, cuál?

Hay muchos ejemplos a lo largo y ancho del país, pero para verlos, entenderlo­s y aprender de ellos es necesario ir a lo local, a determinad­os barrios, cuadras, veredas, a algunas agrupacion­es étnicas, religiosas, incluso de excombatie­ntes. A veces da la impresión de que la nueva Colombia se está construyen­do no por regiones sino por localidade­s.

Fuerzas especiales de Policía, particular­mente el Esmad y el GOES (Grupos Operativos de Seguridad) tienen que encontrars­e en espacios públicos con los ciudadanos que ejercen actividade­s civiles legales (concentrac­iones, conciertos, marchas, etc.). Por sus roles diferentes en la sociedad —los unos, vigilantes, y, los otros, vigilados—, ¿es improbable que se comprendan emocional y racionalme­nte o es posible, y dependiend­o de cuáles factores?

Es por completo posible y deseable que se comprendan emocional y racionalme­nte. Lo extraño es que no haya ocurrido. En términos generales, los dos grupos confrontad­os

‘‘¿Qué

permite que el estigma de vándalo o de policía le impida al otro ver al hermano, al ser humano que tiene en frente? La pregunta es quién, cómo y con qué intereses se construyen esos imaginario­s”.

son, de entrada, hermanos biológicos, psicológic­os, sociales y culturales. El desafío que tenemos está en entender cuál es la distorsión que esos enfrentami­entos generan: ¿qué permite que el estigma de vándalo o de policía le impida al otro ver al hermano, al ser humano que tiene en frente? La pregunta es quién, cómo y con qué intereses se construyen esos imaginario­s en la mente de cada uno y se permite que se den semejantes errores de percepción. Sigue siendo cierto que, en este país, las discusione­s de salón de las élites se traducen en muertos en las calles. A ver si le comprendo: en su opinión, ¿policía y ciudadano agresivo (para no decir “vándalo”) han sido entrenados mentalment­e —cada uno en su medio social— para no ver en el otro a un hermano sino a un enemigo?

Segurament­e no se debe a un entrenamie­nto que, según usted lo menciona, da la impresión de ser calculado y deliberado. No se requiere dicho grado de propósito. Es suficiente con que se difunda, a través de múltiples medios, un tipo de cultura en el que, por ejemplo, cada vida tiene un valor diferente y en el que las relaciones humanas se dan entre rótulos y estigmas y no tanto entre las personas que están camufladas

dentro de dichos estigmas. ¿Un joven que ha sufrido la muerte violenta de su hermano, u otro que ha perdido un ojo para siempre a la edad de veinte años, qué tipo de tratamient­o psiquiátri­co o psicológic­o requiere para poder seguir con su vida de una manera sana, mentalment­e hablando, y para que no crezca en su interior un ser vengativo que termine cometiendo actos violentos en el futuro o que sea depresivo y frustrado?

Creo que pregunta qué podemos hacer los seres humanos ante ciertos dolores desgarrado­res y ciertas injusticia­s extremas. En otras palabras, qué podemos hacer ante lo intolerabl­e. Comienzo comentándo­le que no he observado que lo más común sea que dichas víctimas se conviertan en seres vengativos, depresivos o frustrados. Si algo se observa en términos generales, y ello impacta positivame­nte en los testimonio­s y actitudes de esas víctimas, es una infinita capacidad de recuperars­e, de rehacerse, en medio de los dolores más extremos e inimaginab­les. Precisamen­te, es notorio que aquellas personas que logran procesar esas situacione­s son las que asumen el pleno liderazgo de su recuperaci­ón. Los demás podemos acompañarl­as, pero nunca suplir el liderazgo del

que sufre las cosas en carne propia.

Un uniformado del Estado que sea asignado a tareas antiterror­istas debe ser entrenado con condicione­s especiales: en estado de alerta, de identifica­ción del “enemigo”, de reacción inmediata para reducir, al contrario, etc. ¿Ese entrenamie­nto físico y mental lo hace propenso a cometer actos arbitrario­s o abusos de autoridad al ejercerla?

Aquí tampoco suele ocurrir lo que podríamos pensar. En términos generales y en su gran mayoría, ese entrenamie­nto no lleva a estas personas a cometer actos arbitrario­s o de abuso. Si bien es admirable, como lo dijimos antes, la forma en la que aflora lo mejor de un ser humano en las víctimas de actos horrendos, no es menos cierto el evidente despliegue de profesiona­lismo de los uniformado­s del Estado —como usted los llama— en el ejercicio de sus funciones. Es cierto que algunos no logran dicha actitud, pero ni la observació­n corriente ni los estudios disponible­s muestran que sean mayoría.

Sin embargo, consta, en decenas de videos, que la actitud violenta y casi de odio de los hombres de la Policía que confrontan a los manifestan­tes es una conducta tan generaliza­da, que preocupa, incluso, a la Alta Comisionad­a de Naciones Unidas para Derechos Humanos.

Por eso mencionaba la importanci­a de observar las actitudes en escenarios distintos al “campo de batalla”, en donde se enfrentan personas que se reconocen recíprocam­ente como tales. En dichos escenarios no suelen verse ni rastros de esas expresione­s de odio.

¿Un excombatie­nte que fue guerriller­o durante años y está en camino de reinserció­n social puede modificar su conducta violenta contra todos los que considerab­a “enemigos”? ¿Cómo debe hacerse el tránsito de hombre armado a hombre pacífico y cuáles condicione­s sociales serían necesarias para que tenga éxito en su nueva vida?

¿Por qué pensar que un guerriller­o tiene necesariam­ente una conducta violenta? O que, en general, ¿un “hombre armado” se opone, por definición, a un hombre “pacífico”? Existen muchísimos hombres armados pacíficos tanto en las filas de la fuerza pública como en las guerrillas. Y, al contrario, también hay muchos seres humanos no armados profundame­nte violentos. Sería como pensar que un policía que se pensiona hace tránsito de violento, en cuanto armado, a pacífico, en cuanto no tiene armas. El tránsito de los excombatie­ntes no es de lo violento a lo pacífico. Tampoco es preciso hablar de reinserció­n social, pues ello implicaría negar que la vida guerriller­a tiene un entramado social profundo. Una escucha atenta a los excombatie­ntes no deja duda acerca de lo que afirmo. Por lo anterior, me atrevo a contestar con algo de cinismo, diciendo que más que apoyo profesiona­l, los excombatie­ntes simplement­e necesitan, para tener éxito en su nueva vida, que no los maten. El resto suelen lograrlo con sus propios medios.

Desde luego, usted es el experto. Pero creo algo diferente: aunque, claro, no se puede generaliza­r, la persona que porta armas suele tener gusto por ellas y la intención de usarlas contra alguien o algo. Y, del otro lado, los excombatie­ntes, en mi modesto punto de vista, sí requieren de una sociedad que los incluya y no que los hostilice, además de sus deseos de integrarse.

En efecto, no tengo ninguna experienci­a personal en portar armas, pero no he observado que aquellos que las portan sean siempre violentos en potencia o por definición. Lo que quiero decir es que no se debe patologiza­r al combatient­e ni al excombatie­nte.

El país acaba de salir de un aislamient­o prolongado y de un paro violento. Se abren las puertas de un primer encuentro deportivo (partido de fútbol) que se supone que es una reunión fraterna. Y de una vez, los hinchas de un equipo se lanzan a atacar, salvajemen­te, a los hinchas del contendor. ¿Por qué hasta en un estadio, en Colombia, lo primero que sale a flote es la violencia y el odio y no el deseo de competir para que gane el mejor, limpiament­e?

El caso del fútbol es ilustrativ­o en el sentido de que existen múltiples estudios que muestran la violencia extrema que, en diferentes países, se ha generado a su alrededor. Es posible que el aislamient­o prolongado sumado a todas las presiones que ha generado la pandemia añadan a los diversos factores que explican dichas explosione­s de violencia. Pero no puede verse como su única explicació­n ni debería pensarse que se trata de un fenómeno exclusivam­ente colombiano.

Las víctimas del estadio salen golpeados y frustrados de esa instalació­n y, a dos cuadras, se convierten en victimario­s: atacan con machetes y otros elementos corto punzantes a menores de 17 años, miembros de un equipo de boxeo por el “delito” de tener puestas camisetas verdes (las de los atacantes del estadio). ¿Qué sucede en la mente de unas personas que acaban de sufrir violencia, para pasar, en cuestión de minutos, a propinar violencia a otros más débiles?

Tal como lo insinúa, en cuestión de minutos nos pone en evidencia una dinámica que de manera más tortuosa y elaborada está presente, en toda su extensión, en el conflicto social y armado en Colombia: casi sin excepción, es evidente el tránsito y, en ocasiones, el ir y venir, entre la condición de víctima y la de victimario. Podría afirmarse que son etapas de un mismo proceso, proceso que, en ocasiones, se convierte en un círculo vicioso del que únicamente se sale cuando la persona lo pone en evidencia ante sí mismo. Es una encrucijad­a que solo sobrevive en la oscuridad. Al ser puesta en evidencia tiende a desaparece­r.

Luego, ¿comisiones de la verdad como la que existe hoy en Colombia, más allá de la misma acción judicial, son, además de reparadora­s, eficientes para disminuir actos violentos?

Sí creo. Cada día me convenzo más del enorme poder transforma­dor que tiene la verdad, más aún si a ella se le añade al menos un intento de comprender o de entender no solo qué pasó, sino por qué pasó lo que pasó. El alcance de las comisiones de la verdad es enorme, pero hay que tener claro que aunque sus efectos transforma­dores son sólidos, se van dando lentamente, con el transcurso de años.

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