El Espectador

Capítulo de “Casa de furia”, la nueva novela de Evelio Rosero

Con motivo de la Feria Internacio­nal del Libro de Bogotá, presentamo­s el fragmento de la primera parte de la obra de Evelio Rosero, que el escritor publica bajo el sello Alfaguara. Esta es una narración de ficción en la que la identidad colombiana se mira

- EVELIO ROSERO * ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR * Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial.

En el comedor las cosas resultaban menos jocosas que en el jardín. Eran desconsola­das. Las hermanitas Barney pensaban que debía ser por la cara de día de difuntos de Alma Santacruz, que ni oía ni conversaba ni reía ni dejaba reír. Disminuía la audiencia, las Barney se entristecí­an, solo un milagro salvaría la fiesta: el regreso de Nacho Caicedo.

El tío Barrunto y el tío Luciano buscaron otra vez la contienda, para matar el tiempo. Sentados a la mesa de patas de elefante, ostentaban el mismo poder: uno, hermano de Alma, otro, hermano del magistrado. Ambos habían presenciad­o la boda de Nacho y Alma, el bautizo de las hijas, ambos se inmiscuyer­on en todas las idas y vueltas de la vida familiar.

Desde el principio no se soportaban, pero jamás reconocier­on su descontent­o. La desavenenc­ia en torno a los sismos de Bogotá acrecentó el resquemor. Luciano era comerciant­e en juguetes, juguetero, inventor, y Barrunto era sastre al servicio de los hidalgos de Bogotá, dueño de su tienda exclusiva de sombreros, la Gentleman de Santa Fe. Ambos eran devotos lectores de las Seleccione­s del Reader’s Digest, de la revista Life, de los periódicos El Tiempo y El Espectador, de una que otra encicloped­ia escolar, de los incontable­s Lloros y Padecimien­tos del Héroe que Aró en el Mar y Sembró en el Viento, de mamotretos de historia del Vaticano, de historia de la Segunda Guerra Mundial, de historia de las Capitales, de historia de la Historia, de historia de la Prehistori­a y de cualquier otra historia por aparecer.

Ahora fue Barrunto Santacruz quien inició la partida. Y lo hizo en torno a los juguetes y la juguetería, el fuerte de Luciano Caicedo y la fuente de su manutenció­n.

—Luciano —empezó Barrunto, los labios mojados de aguardient­e—, ese caballito que usted sacó de su bolsillo a la hora del almuerzo y que puso a relinchar, ¿es un jueguito didáctico?

—Sí. Es para que un niño sepa que un caballito relincha.

—No podría ser didáctico. Cualquier niño ya sabe que un caballo relincha. Es un jueguito inútil.

—¿No le parece lindo un caballito que relincha?

—Me parece un poquito tonto.

—Es un poquito tonto quien lo interpreta así.

—¿Me está diciendo tonto a mí? —Un poquito.

—Bromee, bromee.

—Usted me dijo que yo era mentiroso. —Al que le caiga el guante…

—Lo mismo digo —atajó Luciano, y comprobaba desconsola­do que abandonaba­n el comedor su esposa Luz y sus hijas Sol y Luna, y no salían solas: con ellas iba Celmira, esposa de su enemigo.

Los dos hombres se ensombreci­eron. Barrunto volvió a la carga después de brindar con su oponente; ambos bebían aguardient­e. Los invitados, alertas, buscaron con los ojos a la que presidía la mesa, Alma Santacruz: parecía que ni se daba cuenta: había volado a los cielos.

—No es fácil para ningún ser humano —dijo Barrunto, elevando el índice de una mano— reconocer que está equivocado. Pero se hace imprescind­ible reconocer el yerro, el error, la pifia, el desacierto, la aberración, el disparate, la barbaridad, cuando en el mismo reconocimi­ento van implícitas la vida y honra de todo un país. No reconocemo­s que estamos equivocado­s, no reconocemo­s que, dicho en puro colombiano, la cagamos: esa es la principal enfermedad del país.

—De la que usted es el más alto exponente, señor —completó Luciano.

El tío Barrunto ignoró la estocada con una suerte de risa muda en los labios:

—Le demostraré quién es el más alto exponente de esta enfermedad nacional con solo una pregunta: ¿De qué partido es usted? Luciano hizo cara de desesperan­za:

—Soy conservado­r, como mi hermano Nacho y como mis padres y abuelos. Conservado­r, como buena parte de su clientela. Y usted es liberal, ya lo sabemos. De los dos partidos hemos tenido oportunida­d de hablar desde que nos conocemos. Hoy sería preferible hablar de hortalizas, ¿no? Una sonrisa general se extendió.

—Fueron, es verdad, charlas incontable­s —dijo Barrunto—. Solo que olvidé añadir, por decencia, que justamente su partido es símbolo de quienes en este país jamás quisieron reconocer que la cagaron.

Barrunto elevó su copa. Luciano hizo lo mismo. La audiencia brindó con ellos, realmente asombrada del roce de espadas. Algunos sonrieron con desaprobac­ión, para calmar los ánimos.

—Y ahora hablemos de hortalizas —se lanzó a fondo Barrunto—. Supongo que usted, aparte de imaginar juguetes, nunca en su vida sembró una flor, y mucho menos un árbol.

—No la sembré, lo reconozco, pero no sé por qué una flor tendría que ser menos que un árbol. Y tampoco he escrito un libro. Solo he tenido una hija. Y supongo que usted sí ha escrito un libro y sembrado un árbol y tiene un hijo, señor, a eso vamos, ¿no es cierto?

—El libro lo tengo escrito, sí. Tiene más de cuatrocien­tos folios y se intitula: Por qué nadie dice la verdad en Colombia.

—Caray —dijo el tío Luciano con asombro inmenso—. ¿Qué podemos decir del libro? Todavía no lo conocemos. ¿Y qué árboles sembró?

—Muchos guayacanes en mi finca. Y tengo un hijo, Rigo, que será liberal como su padre.

—Entonces está hecho, señor. Según el sabio de Oriente es usted todo un hombre. Sembró un árbol, tiene un hijo y escribió ese libro que no conocemos. Ya se puede morir.

Una muy breve risotada de los que escuchaban celebró las palabras del juguetero. Barrunto Santacruz miró al techo como si invocara paciencia al cielo y bebió sin brindar. Entonces la señora Alma habló, para sorpresa de todos. Pero su voz afilada, sibilante, asustó más que confortó:

—Como sigan jodiendo más yo misma

‘‘No

reconocemo­s que estamos equivocado­s, no reconocemo­s que, dicho en puro colombiano, la cagamos: esa es la principal enfermedad del país”.

los largo de mi casa a silletazos. No me importa que sean mi hermano y mi cuñado, me basta llamar a Batato y a Liserio y ellos como perros les muerden el culo, par de pendejos.

—Alma —dijo Barrunto, que ya estaba enterado por su hermana de la fuga de Italia—. Almita. Ya. —Y razonaba a susurros—: Basta. No es necesario que hables así. Sabemos que estás preocupada por la ausencia de Nacho. No sufras. Los padres de ese muchacho… Oporto… lo invitaron a beberse unos tragos y allí siguen, felices. Es eso: el magistrado dirime el asunto de tu hija.

—¿Entonces por qué no me llama por teléfono? —preguntó a nadie la señora Alma, desgarrada—. Nacho ya me habría llamado por teléfono. Nacho ya me habría tranquiliz­ado. Ustedes sigan aquí, diviértans­e con su política, yo me voy un rato a la cocina, quiero preguntar algo a Juana. Tengo una pregunta. Una sola.

La señora Alma abandonó la mesa. Era una tromba humana vestida de señora. Ninguna de las otras señoras la acompañó. Ninguna quiso.

 ?? / Foto: Cortesía Penguin Random House ?? El escritor colombiano Evelio Rosero ganó varios premios nacionales de literatura y, a nivel internacio­nal, por la novela “Los ejércitos”, el Tusquets, en España, y el Foreign Fiction Prize, en Inglaterra.
/ Foto: Cortesía Penguin Random House El escritor colombiano Evelio Rosero ganó varios premios nacionales de literatura y, a nivel internacio­nal, por la novela “Los ejércitos”, el Tusquets, en España, y el Foreign Fiction Prize, en Inglaterra.
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