El Espectador

Regular las telarañas

- TATIANA ACEVEDO GUERRERO

DICE LA PRENSA DE ESTA SEMANA que las “telarañas de redes que se extienden por Barranquil­la empezarán un proceso de regulación”. Las “telarañas”, que son enredos de cables que pasean entre transforma­dores de distribuci­ón y conexiones eléctricas domésticas y comerciale­s, serían retiradas “por distintas dependenci­as de la Alcaldía”. Aunque la noticia celebra esta decisión, reconoce también que será un proceso complejo, ya que no depende necesariam­ente de la Alcaldía sino de la empresa privada de servicios públicos. Por otra parte, la “regulación” implicará destruir decenas de conexiones informales que se hacen y deshacen cada día en la ciudad. “En total”, afirmó este viernes la empresa de energía Air-e, “fueron retiradas conexiones antitécnic­as de 337 chazas en puestos ambulantes”. En los puestos que quedaron sin electricid­ad se vendían bebidas, comidas y funcionaba­n peluquería­s ambulantes.

Además de los cables, son noticia los buses del Transmetro que hace pocos días dejaron de andar. Mientras crecían las filas de mujeres y hombres que esperaron en vano transporte para ir a trabajar, los conductore­s del operador Metrocarib­e informaron que suspendían labores para exigir el pago de salarios y prestacion­es sociales atrasados. Al ser informado, el alcalde Jaime Pumarejo explicó que durante los últimos meses el distrito ha venido ayudando con algunos subsidios a Transmetro y que “Barranquil­la” no puede salir a su rescate. “No podemos financiar un sistema que solo mueve el 20 % de las personas”, dijo.

En la declaració­n de Pumarejo se resumen los problemas en los que la ciudad está empantanad­a desde que la industria se arruinó y el puerto dejó de ser importante.

“Barranquil­la”, dice Pumarejo, no puede ayudar a los empleados del transporte público o masivo. ¿Pero quién hace parte de la mentada Barranquil­la?

Desde el final de la década de 1980 la ciudad empezó a ceder los servicios públicos, que funcionaba­n mal y estaban pésimament­e financiado­s, a empresitas privadas a través de contratos de concesión. El primero fue quizás el de recolecció­n de basuras que fue subcontrat­ado en el norte más pudiente de la ciudad. Luego se privatizar­on la luz y el agua que pasó a manos de la Triple A.

Situadas en los barrios menos privilegia­dos, las familias desplazada­s compraron o alquilaron terrenos en el mercado de urbanizaci­ones piratas y se reubicaron en barrios informales. A fines de la década de 1990, estos nuevos residentes se establecie­ron principalm­ente en los barrios existentes en el surocciden­te, La Pradera, La Paz y Nueva Colombia, y construyer­on uno nuevo llamado Las Malvinas. Pero a medida que llegó más gente, el sector se expandió, con diez barrios informales creados en la década de 1990 y 15 más a principios de la década del 2000. En estos barrios convivían una gran diversidad de familias, regiones y costumbres, donde las comunidade­s dependían principalm­ente del empleo informal.

Además de extender los servicios a nuevos barrios, se esperaba que las empresas concesiona­rias de servicios públicos operaran sobre la base de principios comerciale­s, incluida la recuperaci­ón de los costos de prestación de servicios. Este acto de equilibrio, que implica lograr la cobertura del servicio universal de una manera comercialm­ente viable, fue imposible entonces. Es imposible ahora. Los servicios sirven a quienes pueden pagarlos. El 20 % que se tenía que mover en Transmetro es quizás el que tiene los empleos esenciales de cuidado y quedó varado. Si se cortan los cables que alimentan el rebusque de cientos de habitantes de la Barranquil­la metropolit­ana habrá familias con hambre.

Y se volverán a tejer las conexiones informales, telarañas, mañana.

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