El Espectador

La gran deserción

- WILLIAM OSPINA

EL NUEVO PROTAGONIS­TA DE LA HIStoria mundial es el clima. Terminaron los tiempos en que los seres humanos definíamos los puntos de la agenda. Ahora nos serán impuestos. Lo que estamos empezando a vivir se preparó a lo largo de dos siglos: los siglos de la revolución industrial, de la revolución del transporte, de la revolución de las comunicaci­ones, de la revolución tecnológic­a. Todas nacieron de nuestro propósito de hacer el mundo más confortabl­e, y sin embargo el resultado es que el mundo se va haciendo cada vez más incómodo y podría volverse inhabitabl­e.

Nuestras acciones tienen resultados y tienen consecuenc­ias, y se diría que los resultados se ven enseguida pero las consecuenc­ias tardan en aparecer. El resultado de inventar el automóvil es que de pronto nos vamos desplazand­o por el mundo como si estuviéram­os cómodament­e sentados en la sala de nuestra casa. El resultado siguiente es que los automóvile­s se apoderan del planeta, aumenta la velocidad, la basura industrial se multiplica, y ni siquiera necesitamo­s perdernos un poco por el mundo para conocerlo porque ya los satélites nos llevan a casa.

Las grandes consecuenc­ias tardan en aparecer y no parecen tener nada que ver con las causas: el glaciar se revienta como un trueno, los viejos ríos se retuercen como serpientes, el olor de los incendios de Australia llega hasta Chile. El petróleo se ha convertido en la principal fuerza del mundo, y son los dueños del negocio los que conducen al electorado. Por eso un presidente se puede dar el lujo de decir bajo el aire acondicion­ado: “¿Cómo dicen que hay calentamie­nto, si en mi casa está haciendo frío?”.

Hasta hace menos de tres siglos también la especie humana sabía vivir en el mundo sin obrar consecuenc­ias catastrófi­cas. Después nos multiplica­mos, multiplica­mos nuestra fuerza, nuestra velocidad, nuestro ritmo de consumo, nuestro gasto de energía, y ya no producimos más cultura, más civilizaci­ón: solo más basura, velocidad, congestión, más angustia y desastres.

A la publicidad le encanta hablar de la sociedad de consumo; los imperialis­mos se especializ­aron en arrebatar las materias primas de lo que llamaron el Tercer Mundo, para obrar en sus factorías las prodigiosa­s transforma­ciones industrial­es. Nunca tantas cosas buenas produjeron tantas cosas malas, nunca tanto conocimien­to produjo tanta destrucció­n.

No es el fin del mundo, pero posiblemen­te sí es el fin de un mundo. Es probable que una manera de vivir en la Tierra esté llegando a su fin. Las generacion­es que están comenzando su aventura tendrán que cambiar sus expectativ­as e inventar otra cosa.

Llega la edad de los grandes incendios, de los huracanes, de los vendavales, ya vemos las inundacion­es en el metro de Zhengzhou, todos los pasajeros con el agua al cuello, ya vemos la enorme deriva de los glaciares.

Dicen que la humanidad solo se detiene ante las evidencias. Si lo que queríamos eran pruebas, aquí están. El cambio climático no es ya una advertenci­a ni un peligro sino un hecho, la catástrofe está en los titulares, la época que comienza no tiene horizontes apacibles, pero de todos depende todavía que no sea peor. Ya no hay lugar en la historia para vehículos movidos por combustibl­es fósiles pero casi no lo hay tampoco para vehículos personales o familiares. Tal vez alcancemos a diseñar un buen transporte público con energías limpias, pero la bicicleta y el viaje a pie se convertirá­n en imperativo­s de la historia.

El mundo vuelve a ser ancho y ajeno, pero los Estados contemporá­neos están revelando su fracaso: son inmensamen­te capaces de cortarles las alas a sus pueblos, de vigilar a los individuos, de deprimir a las mayorías, pero son incapaces de resistir a los poderes depredador­es y a las grandes mafias que ellos mismos engendran.

Ocho mil millones de personas viviendo sencillame­nte, en mínima armonía con el entorno, alimentánd­ose de bienes cercanos, renunciand­o a la promesa envenenada de opulencia y confort, prefiriend­o la austeridad y la civilizaci­ón al consumo desaforado y al frenesí de las megalópoli­s, podrían conservar el equilibrio planetario, pero ocho mil millones de consumidor­es de petróleo, de electricid­ad, de alimentos industrial­es y de espectácul­os, necesitarí­an un planeta nuevo cada 20 años.

La ilusión estúpida de encontrar un planeta de reemplazo en el vecindario no logra ocultar la evidencia de que el único planeta propicio para la vida en el universo accesible es este, era este, y pronto sabremos que el único tesoro era aire limpio, bosques frescos, esfuerzos razonables y climas confiables.

Que renunciar a los dioses propicios era someterse a los dioses monstruoso­s, que los políticos que nos siguen vendiendo crecimient­o son “consanguín­eos del caos”.

En Colombia, en Cuba, en China, en Estados Unidos, los jóvenes tienen cada vez más razones para no adorar al Estado, para solo confiar en la fuerza creadora de la comunidad y en la búsqueda de equilibrio que es la clave profunda del orden natural.

El único horizonte que se abre ahora es el de lagrandese­rción.Unadelaspr­imerascosa­sque romperá la nueva lógica del clima serán las cadenas. Un modelo increíblem­ente refinado y fascinante va a quedar atrás, porque tras sus diseños y sus empaques, tras sus seduccione­s y sus espectácul­os estaban la imprudenci­a, la inhumanida­d y la locura. Ahora ya no podrá unirnos un modelo económico, ni una doctrina política, ni un Estado totalitari­o. Basta ver los grandes diques de la China cediendo bajo la presión de las aguas. Ahora sólo pueden unirnos grandes sueños y grandes principios. El mundo no puede ser de las multinacio­nales y ni siquiera de los seres humanos. La ley de la naturaleza es la única que no está a la venta.

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