El Espectador

El tesoro sin Dorado

- NICOLÁS RODRÍGUEZ

NO HAY NADA AMIGABLE EN LA FORma en que está exhibido el tesoro quimbaya en el Museo de las Américas. En la limitadísi­ma etiqueta que ofrecen los curadores en Madrid se lee que el ajuar funerario fue “donado al Estado español por la República de Colombia en 1893”.

Se refieren a un presidente de cuyo nombre mejor no acordarnos (Carlos Holguín).

La prehistori­a del mal llamado tesoro ha sido ampliament­e documentad­a. Según Pablo

Gamboa Hinestrosa en Las metamorfos­is del oro, se trata de un conjunto de piezas desenterra­das por un grupo de guaqueros sobre el río La Vieja, en el Quindío.

Eran épocas en que la guaquería era una forma más de ganarse la vida. Legal y no tan mal vista. Para venderlo, fue dispersado entre Filandia, Pereira y Manizales. De lugar en lugar fue exhibido y colecciona­do. Además de fundido.

Lo que sobrevivió partió hacia Bogotá, en donde fue comprado, entre otros, por el Estado por iniciativa del bondadoso presidente y su amor a la Corona española, con dineros públicos y sin el debido permiso del Congreso. El ajuar salió de Colombia en 1892 con rumbo a un par de exposicion­es universale­s: una en Chicago y la otra en Madrid. Allá se quedó, junto con viejas formas visuales de pensarnos, que hoy serían bastante útiles. Sobre los poporos para ceremonias que incluían coca se escribiero­n muchas torpezas.

Lo que habría que atesorar va por otro lado. No hace mucho la Corte Constituci­onal (pese a la negativa del gobierno español) intervino para que las piezas sean repatriada­s.

La curaduría del Museo de las Américas es pobre, ventajosa y cínica. La palabra “tesoro” le hace juego a la vieja idea de El Dorado, en cuyo nombre hubo tanta violencia.

Un cambio de paradigma atraviesa Europa. No son pocos los que en Ámsterdam, Londres o París empiezan a atender el llamado de la descoloniz­ación. Los venerables museos son ahora vistos como institucio­nes coloniales.

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