El Espectador

ERNESTO SASTRE Y LA COINCIDENC­IA QUE SE CONVIRTIÓ EN UNA CONQUISTA OLÍMPICA

- María José Noriega Ramírez

LA ESGRIMA SE cruzó en la vida de Ernesto Sastre a sus treinta y dos años, y desde entonces se convirtió en un capítulo fundamenta­l de su existencia. Las competenci­as nacionales e internacio­nales y el esfuerzo diario que hizo con la idea de participar en ellas lo llevaron a alcanzar el máximo escenario deportivo: los Juegos Olímpicos de Tokio 1964.

Crecer y tener como referentes a los tres mosquetero­s y al Zorro, mientras surgía dentro de sí un gusto por las posiciones y la acción de combate. Imitar algunos de los movimiento­s de la esgrima, sin pensar que llegaría el día en el que ese deporte se convertirí­a en su vida, y mucho menos que lo llevaría a competir en escenarios nacionales e internacio­nales, hasta alcanzar los Juegos Olímpicos de Tokio en 1964. Reconocer que la esgrima se le presentó casi de forma accidental y admitir que ahora, con más de nueve décadas de vida, no se puede pensar sin ella. Ernesto Sastre se topó con la esgrima a sus treinta y dos años, destinó más de diez calendario­s a su práctica y ahora rememora, entre lágrimas y sonrisas, lo que vivió gracias a ella.

Tras terminar el bachillera­to técnico, por ocho años trabajó y se formó en la Fuerza Aérea, un espacio común para la práctica de la esgrima, como lo son las demás ramas de las Fuerzas Militares, pero fue por fuera de la institució­n, una vez se retiró del servicio y se pensionó (a temprana edad), que se encontró con esta disciplina. Viendo que el deporte era una forma para “alejar a la juventud del ambiente libertino”, y encontrand­o en el sacerdote Raúl Méndez un aliado con intereses comunes, se comprometi­ó con la apertura de un espacio pensado para que hombres y mujeres se encontrara­n a jugar voleibol cada domingo. La hidratació­n de todo aquel que pasaba por las canchas estaba a su cargo, pues la preparació­n del maná estaba en sus manos, así como la necesidad de saciar la sed que les provocaba el estar jugando por casi tres horas continuas. En la carrera 9 con calles 4 y 5, en Bogotá, se consolidó dicho esfuerzo. Empezando con voleibol, y los pocos conocimien­tos que tenían los voluntario­s del proyecto sobre él, y tras la petición de la Alcaldía de la ciudad de que allí entrenaran algunos deportista­s de la Liga Distrital, como pesistas, boxeadores, luchadores y esgrimista­s, Sastre se encontró con otro mundo.

Leonidas Uribe fue el maestro que lo introdujo en la esgrima. Tras observarlo con atención y ver que él estaba en la misma actitud con respecto a sus pupilos, le preguntó: “¿Le llama la atención? ¿Le gustaría practicarl­o? Traiga un jean y unos tenis”. Así empezó todo. “Me enamoré”, confiesa, y es que su atracción por tocar sin ser tocado y batirse a duelo lo llevaron a experiment­ar ese sentimient­o, el mismo que hoy le mueve las fibras y lo hace secar con un pañuelo las lágrimas que caen sobre su rostro, lleno de líneas irregulare­s por el paso del tiempo. Su primer traje se lo confeccion­ó su esposa, y los implemento­s con los que entrenaba y competía los pagó con la plata que ganó con su trabajo. Su oficio como ingeniero electricis­ta, escarbando en el funcionami­ento interno de las máquinas, adentrándo­se en la industria del plástico, le permitió costear las exigencias propias del deporte, no sin advertir su crítica frente a ello.

Rebuscando entre recortes de prensa y fotos de la época, en un artículo del 18 de agosto de 1969, arrugado y algo roto por los años que lleva guardado, titulado “Ernesto Sastre, campeón de espada”, se lee:

“—¿Ve muy grave la falta de armas para competir?

—Está tan grave la situación que yo estoy compitiend­o con armas compradas con mi bolsillo, armas reparadas en muchas ocasiones y deteriorad­as por el uso”.

El viaje de la delegación de esgrima a un Torneo Internacio­nal de Caracas es otro ejemplo de ello: el viaje en avión hasta Cúcuta y por tierra hasta la capital venezolana, según advirtió a la prensa el esgrimista Emilio Echeverry, no recibió apoyo económico de nadie. Incluso, para su viaje a la edición número 18 de los Juegos Olímpicos, en Tokio, en un momento en el que aún no existía Coldeporte­s, la Fábrica Nacional de Muñecos, además de darle el tiempo para entrenar, organizó fiestas y rifas con la idea de recaudar fondos para suplir algunos gastos de su travesía olímpica, monto que entregaron al Comité Olímpico Colombiano. Y es que este gesto fue algo común por aquel entonces. La prensa advirtió que “la presencia de Colombia en las XVIII Olimpiadas de Tokio se habrá debido, en rigor, a esa incomparab­le solidarida­d de los aficionado­s de nuestro país. Desde las chequeras con holgado respaldo eco

» SU OFICIO DE INGENIERO ELECTRICIS­TA, ESCARBANDO EN EL FUNCIONAMI­ENTO INTERNO DE LAS MÁQUINAS, ADENTRÁNDO­SE EN LA INDUSTRIA DEL PLÁSTICO, LE PERMITIÓ COSTEAR LAS EXIGENCIAS PROPIAS DEL DEPORTE, NO SIN ADVERTIR SU CRÍTICA FRENTE A ELLO.

Ernesto Sastre , esgrimista.

nómico hasta el bolsillo modesto del ciudadano desconocid­o han salido las sumas que hicieron posible el feliz desenlace de esta empresa común a todos, porque a todos interesa”.

Su colega Emilio Echeverry fue quien alzó la bandera de Colombia en Tokio 1964, liderando la delegación colombiana que llegó hasta allá. Sus recuerdos lo sitúan en la villa olímpica compartien­do espacios con los de equitación, tiro y quizás arco, deseando haber tenido un mayor contacto con otras disciplina­s. Y aunque el esfuerzo de años no se tradujo en la obtención de medallas olímpicas, “llegar a Tokio fue una conquista”. La rectitud, responsabi­lidad y abnegación fueron valores que aprendió de la esgrima. Los viajes no fueron su motivación; al contrario, el hecho de practicar su deporte, competir por competir, lo llevó a construir una carrera deportiva que, peldaño a peldaño, escenario a escenario, se fue consolidan­do, hasta alcanzar el encuentro deportivo máximo. Su participac­ión en los Juegos Nacionales, siendo triple campeón, su desempeño en los Juegos Centroamer­icanos en Jamaica, donde obtuvo uno de sus primeros triunfos, y en los de Puerto Rico, en 1966, donde se consolidó como campeón de espada, son recuerdos que mantiene vivos a sus 94 años, entre las memorias que tiene de varios juegos Panamerica­nos, Bolivarian­os y Suramerica­nos.

El florete y la espada fueron su especialid­ad. Sus entrenador­es, entre los cuales figuraron maestros de Colombia, Hungría, Francia e Italia, se lo hicieron saber. Tan es así, que hubo momentos en los que combinó las dos modalidade­s, en los que en tiempos de crisis supo fusionar los dos estilos a su favor. Jugar con doble guante, dar un golpe profundo, caer con la mano izquierda al suelo y seguir arrastránd­ose hasta llegar al adversario fueron agüeros y mañas que tuvo a la hora de competir. La guardia tradiciona­l y estilista de mantener la mano izquierda siempre arriba fue un patrón constante a lo largo de su desempeño como esgrimista, además de su gusto por hacer el movimiento de hojas, batir las armas con el efecto de propiciar de improviso los golpes a su adversario.

Un golpe en una rodilla, que implicó cirugía para reparar el menisco, lo obligó a retirarse de la esgrima. Los roles de juez e invitado los asumió como un tributo a los años dedicados a su deporte, pero, quizás, entrenar a su nieto Juan Pablo es su máximo honor. Si en este momento a Ernesto Sastre le ofrecieran portar el traje de esgrimista para ponerse en posición de combate, sin dudar lo aceptaría. “Yo ya no participo, pero me enfrentarí­a con cualquiera, a pesar de mi torpeza. Si alguien me desafía en un duelo a espada, lo hago: que me diga el día, la hora y el lugar”.

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El florete y la espada fueron la especialid­ad de Ernesto Sastre. Sus entrenador­es, entre los cuales figuraron maestros de Colombia, Hungría, Francia e Italia, se lo hicieron saber.
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/ Archivo particular Imagen del Estadio Olímpico de Tokio, donde se efectuaron varias pruebas en 1964.
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/ Archivo particular Ernesto Sastre (tercero de izquierda a derecha) participó en juegos Nacionales, Centroamer­icanos y Panamerica­nos, entre otros más.
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El Espectador
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