El Espectador

Con las manos en la tierra

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su savia hasta matarlos, y bregar con las moscas blancas y los pulgones que atacan las hojas de las petunias. Cuando estas especies invasoras se ensañan con mis flores, debo asumir el papel de una implacable exterminad­ora.

Para cuidar un jardín hay que ejercitar la faceta más apasionada de la vista. Hay que aprender a mirar. Las larvas de la mariposa africana, por ejemplo, actúan con discreción. Los agujeros que hacen para introducir­se en los tallos de los geranios son minúsculos. Los pulgones y las moscas blancas, aunque más visibles, trabajan a una velocidad asombrosa. Si no estamos atentos a los síntomas de malestar, puede que cuando queramos detener la plaga sea demasiado tarde.

En La mente bien ajardinada, un ensayo de la psiquiatra inglesa Sue Stuart-Smith, leí que “no toda la satisfacci­ón de cuidar de las plantas tiene que ver con la creación. Lo bueno de ser destructiv­a en el jardín es que no es solo permisible, sino que es algo ‘necesario’; porque si no destruyes, te invaden”. El cuidado de un jardín lleva implícita una agresivida­d esencial para el crecimient­o de las plantas. Como en nuestra vida. ¿Cuántas veces debemos arrancar hábitos de raíz, trasplanta­rnos de espacios en los que no hay suficiente luz para nosotros, o cortar relaciones que nos asfixian como las malas hierbas a las flores? Arrancar, trasplanta­r, cortar. Sin ejecutar estas tareas de preservaci­ón, no dejaríamos lugar para que asomen nuevos brotes.

Cuidar un jardín también es un modo de exponernos a la frustració­n. Debemos aprender, a veces con gran tristeza, que las cosas no siempre salen como esperábamo­s. Lo que es bueno para unas plantas podría no serlo para otras. Hay que prestar atención a los detalles. Vigilar las necesidade­s de cada especie: la frecuencia apropiada para el riego, cómo reaccionan al sol directo, a la sombra, al calor o al frío, y si muestran apego o rechazo al lugar que hemos elegido para ellas.

Creo que el trabajo de una flor es similar al de un poeta. Pienso en el método de Adam Zagajewski: “¿En qué consiste realmente mi trabajo? / En una larga espera inmóvil, / en remover folios, en una paciente meditación, / en la pasividad que no convencerí­a / a un juez de ansiosa mirada”. Nadie ha observado las flores como los poetas. Alejandra Pizarnik escribió en su diario que “la flor es la voz de la tierra”. Ida Vitale ha dicho que su labor poética consiste en podar y podar. Para Mary Oliver, no había nada que pudiera decirse en contra de las flores, de su dulzura, su serenidad y todo el gozo que brindan; pero decía que era muy triste que todo lo que puedan besar sea el aire. Creía que para nosotros, los humanos, esa es una gran ventaja. “¡Sí, sí!

Nosotros somos los afortunado­s”. Y, sin embargo, las flores sí pueden ser besadas. Quien haya visto un colibrí encapricha­do con un hibisco lo sabe.

Un jardín es un espacio de resistenci­a. Un lugar adecuado para disfrutar del carácter sagrado de la sensualida­d, para dejar de mirar con desdén aquello que se nos ofrece como una frágil revelación de la belleza que nace y muere en silencio. Carl Jung decía que si las plantas, las piedras y los animales ya no hablan con los humanos, es porque los humanos hemos dejado de escucharlo­s. No estoy del todo de acuerdo con Jung. Pese a nuestra indiferenc­ia, ellos no han dejado de hablarnos; nosotros hemos dejado de buscar el pájaro.

Recuerdo a mi papá plantando palmeras y rosales. En este mismo patio; joven, sudoroso y con las manos en la tierra. Después de cada siembra, nos sentábamos al lado de la criatura recién plantada, y la mirábamos con asombro, como si hubiera aparecido ahí por obra y gracia de una extraña mística. Nunca uso guantes para plantar mis flores. No quiero privarme de ese placer que empecé a intuir con la mirada, observando a mi padre. En ocasiones me asaltaba un violento deseo de comer tierra. Algunas veces lo hice. Era mi secreto. Lo llevaba guardado como una pequeña lámpara que encendía a escondidas. En esta parte del Caribe dicen que los niños que comen tierra tienen una carencia de hierro en la sangre. Lo que yo sentía era una profunda necesidad de descubrir a qué sabe el interior de la vida.

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/ Getty Images La poeta Ida Vitale relaciona su escritura con la jardinería: un proceso de “podar y podar”.

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