Evaporación
EL DESASTRE POLÍTICO, MILITAR, económico y moral con el que terminaron las dos décadas de ocupación estadounidense y occidental en Afganistán es una historia con muchos ángulos y narrativas posibles, que se irán desarrollando en los próximos meses y años. Uno de los que más llaman la atención es la rapidez con la que un ejército entrenado y armado por Occidente literalmente se evaporó en un par de semanas, sin siquiera tratar de estorbar el avance talibán.
Esto no es tan extraño como suena. A veces tales cosas pasan. Nuestro Ángel Cuervo, haciendo de cronista de una de las tantas guerras decimonónicas en las que él participó, escribió un librito llamado Cómo se evapora un ejército. Su descripción es una especie de “hágalo usted mismo” de errores organizacionales, inspirada en los cometidos por la imponente —en el papel— fuerza conservadora en la que él militaba. Pero nunca presenta una explicación de por qué se cometían. Parece más bien el inventario de un cronista deportivo, desconcertado por el mal desempeño de su agrupación favorita.
Cambiemos entonces la pregunta: ¿por qué se evapora un ejército? A través de los siglos, algunos líderes militares, así como teóricos sociales, han dado un diagnóstico que demostró su plausibilidad una y otra vez: la política, la capacidad organizacional y la convicción de las tropas constituyen factores decisivos. Que se expresan en la que hasta ahora ha sido una dimensión fundamental, que define desenlaces: la motivación de la tropa y del equipo dirigente. Napoleón era concluyente en esto: en el campo de batalla la moral de combate lo era todo. Recogiendo implícitamente esta venerable pero plausible perspectiva, The Guardian propone una explicación de cómo una fuerza también supuestamente formidable, con más de 300.000 soldados armados y entrenados por la OTAN, ni siquiera intentó presentar resistencia a una guerrilla ultraconservadora de cerca de 80.000 miembros. Y con una larga y horrenda trayectoria de ataques contra amplios sectores de la población civil, comenzando por las mujeres. El ejército estaba marcado por una corrupción rampante, el amiguismo y la ineficiencia. Sus soldados no creían en sus superiores. Los informes sobre la situación en terreno eran maquillados por el liderazgo político y militar, que evitaba que se filtraran malas noticias. Una experiencia a ponderar por parte de aquellos que creen que si uno no se refiere a las cosas negativas, estas dejarán de ocurrir o de tener consecuencias. El conflicto afgano —y casi todos los demás— sugiere lo contrario: es mejor estar bien atento a las señales de alarma. Como fuere, mientras tanto los talibanes, impulsados por un ethos de resistencia nacional y apoyados en densas redes que los ligan a diferentes estructuras de poder con un peso enorme en la vida cotidiana de los afganos, tenían la motivación por las nubes.
De aquí resultan varias consecuencias simples. La política cuenta. Los intentos de sacar la política de la guerra y reducir esta última a simple avidez individual no explican mucho. En realidad, la guerra y los grupos armados (desde los ejércitos hasta las guerrillas y las células “terroristas”) constituyen la experiencia gregaria por excelencia de nuestro tiempo. Ese gregarismo —con su disciplina y camaradería, su promesa de formación y de movilidad social a través del despliegue de capacidades en terreno— puede de hecho ejercer un poderoso atractivo en situaciones de precariedad y/o crisis. La identidad nacional cuenta. Las ideas también. Los talibanes estaban llenos de ellas. Que no me gusten es otro asunto. Pero es bueno no olvidar que hubo y hay miles de personas dispuestas a matar o sacrificar sus vidas por ellas. El ejército afgano, en cambio, se mantuvo en un vacío intelectual y moral, que eventual e inevitablemente se tradujo en aislamiento social.
Nacho lee
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