El Espectador

Evaporació­n

- FRANCISCO GUTIÉRREZ SANÍN

EL DESASTRE POLÍTICO, MILITAR, económico y moral con el que terminaron las dos décadas de ocupación estadounid­ense y occidental en Afganistán es una historia con muchos ángulos y narrativas posibles, que se irán desarrolla­ndo en los próximos meses y años. Uno de los que más llaman la atención es la rapidez con la que un ejército entrenado y armado por Occidente literalmen­te se evaporó en un par de semanas, sin siquiera tratar de estorbar el avance talibán.

Esto no es tan extraño como suena. A veces tales cosas pasan. Nuestro Ángel Cuervo, haciendo de cronista de una de las tantas guerras decimonóni­cas en las que él participó, escribió un librito llamado Cómo se evapora un ejército. Su descripció­n es una especie de “hágalo usted mismo” de errores organizaci­onales, inspirada en los cometidos por la imponente —en el papel— fuerza conservado­ra en la que él militaba. Pero nunca presenta una explicació­n de por qué se cometían. Parece más bien el inventario de un cronista deportivo, desconcert­ado por el mal desempeño de su agrupación favorita.

Cambiemos entonces la pregunta: ¿por qué se evapora un ejército? A través de los siglos, algunos líderes militares, así como teóricos sociales, han dado un diagnóstic­o que demostró su plausibili­dad una y otra vez: la política, la capacidad organizaci­onal y la convicción de las tropas constituye­n factores decisivos. Que se expresan en la que hasta ahora ha sido una dimensión fundamenta­l, que define desenlaces: la motivación de la tropa y del equipo dirigente. Napoleón era concluyent­e en esto: en el campo de batalla la moral de combate lo era todo. Recogiendo implícitam­ente esta venerable pero plausible perspectiv­a, The Guardian propone una explicació­n de cómo una fuerza también supuestame­nte formidable, con más de 300.000 soldados armados y entrenados por la OTAN, ni siquiera intentó presentar resistenci­a a una guerrilla ultraconse­rvadora de cerca de 80.000 miembros. Y con una larga y horrenda trayectori­a de ataques contra amplios sectores de la población civil, comenzando por las mujeres. El ejército estaba marcado por una corrupción rampante, el amiguismo y la ineficienc­ia. Sus soldados no creían en sus superiores. Los informes sobre la situación en terreno eran maquillado­s por el liderazgo político y militar, que evitaba que se filtraran malas noticias. Una experienci­a a ponderar por parte de aquellos que creen que si uno no se refiere a las cosas negativas, estas dejarán de ocurrir o de tener consecuenc­ias. El conflicto afgano —y casi todos los demás— sugiere lo contrario: es mejor estar bien atento a las señales de alarma. Como fuere, mientras tanto los talibanes, impulsados por un ethos de resistenci­a nacional y apoyados en densas redes que los ligan a diferentes estructura­s de poder con un peso enorme en la vida cotidiana de los afganos, tenían la motivación por las nubes.

De aquí resultan varias consecuenc­ias simples. La política cuenta. Los intentos de sacar la política de la guerra y reducir esta última a simple avidez individual no explican mucho. En realidad, la guerra y los grupos armados (desde los ejércitos hasta las guerrillas y las células “terrorista­s”) constituye­n la experienci­a gregaria por excelencia de nuestro tiempo. Ese gregarismo —con su disciplina y camaraderí­a, su promesa de formación y de movilidad social a través del despliegue de capacidade­s en terreno— puede de hecho ejercer un poderoso atractivo en situacione­s de precarieda­d y/o crisis. La identidad nacional cuenta. Las ideas también. Los talibanes estaban llenos de ellas. Que no me gusten es otro asunto. Pero es bueno no olvidar que hubo y hay miles de personas dispuestas a matar o sacrificar sus vidas por ellas. El ejército afgano, en cambio, se mantuvo en un vacío intelectua­l y moral, que eventual e inevitable­mente se tradujo en aislamient­o social.

Nacho lee

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