El balance del gobierno Duque
AL FINAL DE SU MANDATO, EL MAYOR problema del presidente Duque no es su desprestigio. Es su irrelevancia.
No podía ser de otra manera. Y nadie más tiene la culpa de este fenómeno que el propio mandatario y su equipo de asesores. Hay que averiguar quién fue el genio que le propuso al presidente hablar durante una hora todos los días por la televisión, para prohibirle que vuelva a ofrecer jamás una asesoría política. Porque eso ha sido una burrada colosal.
De lo primero que se aprende en ciencia política es el valor de la palabra presidencial. Para mantener su vigor y trascendencia, lo peor que se puede hacer es banalizar la presencia del jefe de Estado en forma cotidiana. Eso le resta autoridad y su palabra pierde lustre por ser excesiva, demasiado familiar y repetitiva, sin un carácter excepcional que la mantenga fresca y valiosa. El presidente con sus alocuciones que a nadie le importan, como las de Maduro en Venezuela y las de López
Obrador en México, ha llevado a que su propia palabra sea del todo irrelevante.
Aun así, ¿cuál es el balance del actual Gobierno? Duque careció de peso y experiencia, y a su equipo de técnicos les hizo falta tierra, calle y compasión. Pero, al igual que tantos otros del pasado, este cuatrienio sobresale, ante todo, por lo que se dejó de hacer. Es decir, este Gobierno representa, más que nada, una gigantesca oportunidad desaprovechada.
Todo presidente cuenta con un momento único para reducir el sufrimiento de su pueblo. Pero solucionar todos los problemas de un país como Colombia no es posible en cuatro años. Eso tarda generaciones. No obstante, en este caso sí era posible realizar algo de alcance trascendental, y era llevar a buen término el mayor compromiso de nuestro tiempo: la paz con la subversión. Haber dejado pasar esa oportunidad de largo es imperdonable.
Iván Duque recibió de su antecesor un proceso de paz acordado y firmado, pero no por eso completo y finalizado. Se trataba de una ocasión histórica para afianzar y perfeccionar la paz que tanto hemos anhelado en Colombia desde hace décadas. También, supongo, se podría decir que Duque tenía la opción de sepultar un proceso que muchos consideran ilegítimo e indeseable. Lo cierto es que el presidente no hizo lo uno ni lo otro: trató de quedar bien con todos, por eso no enterró el proceso de Santos para proponer uno mejor, ni se dedicó a desarrollar e implementar el iniciado para concluirlo del todo y para que fuera un ejemplo mundial. La paz se nos ha escurrido entre los dedos por la decisión del presidente de optar por la ambivalencia. Y en política la ambigüedad es el mayor de los pecados.
Este Gobierno representa una inmensa oportunidad perdida para siempre. Como si el país se pudiera dar ese lujo. Lo peor es que nada de esto se puede atribuir a causas ajenas, porque no dependió del COVID-19, ni de la caída de los precios mundiales del petróleo, ni de la crisis económica ni de muchos otros factores externos. Esto se debió, únicamente, a decisiones políticas tomadas por Iván Duque. Aquí no hay otro culpable. Fue su falta de voluntad política lo que llevó a que la posibilidad de concluir y rematar el proceso de paz con la insurgencia se nos filtrara entre las manos. Y el juicio histórico que eso amerita tiene que ser de los más severos de nuestro tiempo.