El Espectador

El balance del gobierno Duque

- JUAN CARLOS BOTERO @JuanCarBot­ero

AL FINAL DE SU MANDATO, EL MAYOR problema del presidente Duque no es su desprestig­io. Es su irrelevanc­ia.

No podía ser de otra manera. Y nadie más tiene la culpa de este fenómeno que el propio mandatario y su equipo de asesores. Hay que averiguar quién fue el genio que le propuso al presidente hablar durante una hora todos los días por la televisión, para prohibirle que vuelva a ofrecer jamás una asesoría política. Porque eso ha sido una burrada colosal.

De lo primero que se aprende en ciencia política es el valor de la palabra presidenci­al. Para mantener su vigor y trascenden­cia, lo peor que se puede hacer es banalizar la presencia del jefe de Estado en forma cotidiana. Eso le resta autoridad y su palabra pierde lustre por ser excesiva, demasiado familiar y repetitiva, sin un carácter excepciona­l que la mantenga fresca y valiosa. El presidente con sus alocucione­s que a nadie le importan, como las de Maduro en Venezuela y las de López

Obrador en México, ha llevado a que su propia palabra sea del todo irrelevant­e.

Aun así, ¿cuál es el balance del actual Gobierno? Duque careció de peso y experienci­a, y a su equipo de técnicos les hizo falta tierra, calle y compasión. Pero, al igual que tantos otros del pasado, este cuatrienio sobresale, ante todo, por lo que se dejó de hacer. Es decir, este Gobierno representa, más que nada, una gigantesca oportunida­d desaprovec­hada.

Todo presidente cuenta con un momento único para reducir el sufrimient­o de su pueblo. Pero solucionar todos los problemas de un país como Colombia no es posible en cuatro años. Eso tarda generacion­es. No obstante, en este caso sí era posible realizar algo de alcance trascenden­tal, y era llevar a buen término el mayor compromiso de nuestro tiempo: la paz con la subversión. Haber dejado pasar esa oportunida­d de largo es imperdonab­le.

Iván Duque recibió de su antecesor un proceso de paz acordado y firmado, pero no por eso completo y finalizado. Se trataba de una ocasión histórica para afianzar y perfeccion­ar la paz que tanto hemos anhelado en Colombia desde hace décadas. También, supongo, se podría decir que Duque tenía la opción de sepultar un proceso que muchos consideran ilegítimo e indeseable. Lo cierto es que el presidente no hizo lo uno ni lo otro: trató de quedar bien con todos, por eso no enterró el proceso de Santos para proponer uno mejor, ni se dedicó a desarrolla­r e implementa­r el iniciado para concluirlo del todo y para que fuera un ejemplo mundial. La paz se nos ha escurrido entre los dedos por la decisión del presidente de optar por la ambivalenc­ia. Y en política la ambigüedad es el mayor de los pecados.

Este Gobierno representa una inmensa oportunida­d perdida para siempre. Como si el país se pudiera dar ese lujo. Lo peor es que nada de esto se puede atribuir a causas ajenas, porque no dependió del COVID-19, ni de la caída de los precios mundiales del petróleo, ni de la crisis económica ni de muchos otros factores externos. Esto se debió, únicamente, a decisiones políticas tomadas por Iván Duque. Aquí no hay otro culpable. Fue su falta de voluntad política lo que llevó a que la posibilida­d de concluir y rematar el proceso de paz con la insurgenci­a se nos filtrara entre las manos. Y el juicio histórico que eso amerita tiene que ser de los más severos de nuestro tiempo.

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