El Espectador

Lecciones de guerra

- MAURICIO GARCÍA VILLEGAS

ESTO DICE EL HISTORIADO­R THOMAS Hugh sobre España: “Todos los pueblos quedan marcados para siempre por su época de grandeza”. Las imágenes cargadas de gloria del imperio colonial, dice Hugh, llevaron a la guerra civil y retrasaron la modernizac­ión de España. De los Estados Unidos se puede decir algo similar: su gran victoria en la Segunda Guerra Mundial los ha llevado a cometer muchos errores en su política internacio­nal. Lo que está pasando en Afganistán es una prueba de ello. Después de 20 años de invasión, de más de un billón de dólares invertidos y de más de 2.000 soldados muertos, el ejército de los Estados Unidos está saliendo atropellad­amente de Kabul, de la misma manera que lo hizo en 1975 saliendo de Saigón y como lo ha hecho en muchas otras partes en las que no ha podido consolidar una invasión militar.

¿Cómo es posible que una potencia como los Estados Unidos pueda vencer a la Alemania nazi, armada hasta los dientes, y no sea capaz de derrotar a los talibanes, con un ejército sin aviones, poca tecnología y muy inferior en tamaño? Porque las guerras no solo se ganan con armas y con dinero, sino también con la calentura del alma. Me explico: en Afganistán el ejército de los Estados Unidos lucha por imponer un sistema político de libertades y un mercado abierto y próspero. Los talibanes, en cambio, luchan por liberar a su pueblo del invasor extranjero y lo hacen convencido­s de que están siguiendo un mandato divino. Estos objetivos alucinante­s convierten a sus soldados talibanes en máquinas de guerra feroces y dispuestas a todo.

Claro, eso no significa que su guerra sea justa. Todo lo contrario, su modelo de sociedad, una tiranía de hombres sustentada en una religión que bendice el vasallaje de las mujeres, solo puede ser censurable. Tal vez por eso, por tratarse de una doctrina inicua, los invasores occidental­es de Afganistán se sientan librando una guerra justa, quizás no santa, pero justa. Lo que pasa es que, como digo, la justicia no siempre triunfa y en algunos casos, cuando se quiere imponer por medio de la guerra y la invasión, no solo no triunfa sino que fortalece al enemigo y su injusticia.

La lección que se puede sacar de este fracaso es que para derrocar a un enemigo que obtiene su fortaleza de la cultura o de la religión no basta con tener la justicia de su lado, ni siquiera basta con sumarle la superiorid­ad bélica a esa justicia. Hay que buscar otros métodos.

Desde hace muchos siglos sabemos que, para romper barreras culturales, incluso para asimilar pueblos, el comercio es un mecanismo más poderoso que el imperialis­mo. El comercio, decía Benjamin Constant, “obtiene por las buenas lo que antes se esperaba conquistar por la violencia”. A veces, cuando se quiere influir en la vida de los otros, es más útil hacer negocios con ellos que tratar de someterlos por la fuerza. Eso no significa que del mercado vengan solo cosas buenas, por supuesto que no.

Los gobiernos de los Estados Unidos deberían saber todo esto mejor que nadie. Después de todo, son ellos los grandes promotores del mercado desde hace casi un siglo. Pero el caso de Afganistán muestra que no es así, que en ese país existe una tradición guerrerist­a tan fuerte como su tradición mercantili­sta y que esas dos tradicione­s a veces se complement­an y a veces no.

Desde la Segunda Guerra Mundial, o incluso desde antes, los estadounid­enses se apañaron una imagen de país grande, invencible y bendecido por Dios. Pero es muy posible que estas glorias del pasado estén alimentand­o las deshonras del presente.

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