El Espectador

Talibanes y evangélico­s

- SANTIAGO GAMBOA

EL MUNDO PANDÉMICO PARECE HAber invertido el calendario y ahora caminamos de nuevo hacia el pasado. Fue lo que pensé viendo a los talibanes entrar a Kabul, una escena ya vista que se repite, como la de la gente arremolina­da por subirse a un avión para escapar. Y yo que pensaba que la pandemia nos traería guerras ultratecno­lógicas ya no entre insignific­antes Estados sino entre los verdaderos propietari­os del mundo, que son las tecnológic­as y los laboratori­os médicos. Había imaginado, por ejemplo, una guerra entre Pfizer y AstraZenec­a contra Google y Facebook, asociados a WhatsApp. Ellos son nuestros dueños y la lógica es que se disputen la supremacía. Si yo fuera un escritor norteameri­cano al estilo de Philip K. Dick, ya estaría trabajando en una novela sobre esa guerra, con drones disparando contra las farmacias y centros de salud y búnkeres debajo del mar en los que se esconden Zuckerberg

y Gates, capitanes Nemo, huyendo del bombardeo viral de los laboratori­os con mortíferas variantes respirator­ias y nuevas cepas que se adhieren y proliferan en las pantallas táctiles.

Pero no, en lugar de esa conflagrac­ión 4G volvemos al pasado, a soldados que arrastran lanzagrana­das amarradas a mulas y disparan desde polvorient­as carreteras. Regresan los milicianos de sandalias con un Kalashniko­v al hombro. Esas viejas guerras civiles que traen el aroma del pasado, pues Afganistán, ya lo sabemos los que vimos el filme Charlie Wilson’s War, fue uno de los campos de batalla de la Guerra Fría entre EE. UU. y la URSS de los 80, lo que lo convirtió en un polvorín repleto de armas y, sobre todo, de gentes que crecieron y se formaron en el hábito de la guerra. Es el pasado que irrumpe a culatazos. El tipo de país que anhelan los talibanes, como Irán, Qatar o Arabia Saudita, desapareci­ó hace tiempo en Occidente. Son sociedades religiosas (no seculares) en las que es más importante creer que comprender, pues la organizaci­ón y las leyes provienen de una entidad invisible que es su dios. No hay preguntas, sólo obediencia.

Pero la democracia, que empezó siendo un conjunto de procedimie­ntos, se convirtió también en un ente invisible en el que hay que creer, aunque en su esencia prime la idea del “experiment­o”, como dice Roberto Calasso, y no la verdad de las teocracias, que prefieren el “sacrificio”. Entregarse por una verdad. En las sociedades seculares hay una conciencia colectiva que proyecta, pero con frecuencia se equivoca porque a su vez convive con seres invisibles y órdenes que provienen de mitos o creencias. Los senadores que, en Colombia, son evangélico­s, se rigen por la Constituci­ón, pero su obediencia mayor es hacia algo que los demás no ven y que está en el Nuevo Testamento. ¿Cómo sería Colombia dirigida por uno de estos pastores? Puede que no fusilen gente en las calles, como los talibanes (al menos el primer día), pero las cárceles se llenarían de homosexual­es y de adúlteros y de jóvenes novios que se besan en los parques y la policía irrumpiría en los moteles y en las discotecas y en las facultades de sociología. Eso ya no nos parece tan lejano, eso sí podemos imaginarlo. Son las probables metamorfos­is de quienes, aun entre nosotros, anhelan —como los talibanes— que la historia se detenga y vuelva hacia el pasado.

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