Aministías generales: fantasmas del pasado
EL EXPRESIDENTE URIBE SUGIRIÓ la necesidad de una amnistía general, pero no dio muchas pistas sobre cómo la concibe. Si con ella alude a la posibilidad de que abarque todos los delitos perpetrados en relación con el conflicto armado por cualquier persona, entonces está invocando una figura que goza de amplio repudio internacional.
Cuando en la segunda mitad del siglo XX algunas de las dictaduras latinoamericanas tocaban a su fin, recurrieron a mecanismos como ese para intentar garantizar la impunidad de los crímenes ocurridos durante sus gobiernos. En 1978 Pinochet expidió una ley de amnistía general que cobijaba los delitos de tortura, desapariciones forzadas y las ejecuciones extrajudiciales. En 1985 el ejemplo fue seguido por Uruguay con una ley de amnistía que en 1986 complementó con una de caducidad, referidas a la totalidad de los crímenes ocurridos durante la dictadura. En 1986 el general Videla promulgó en Argentina una Ley de Punto Final seguida en 1987 de una Ley de Obediencia Debida que concedía impunidad a los responsables de graves violaciones de derechos humanos. En 1993 El Salvador recurrió también a una ley de amnistía “amplia, absoluta e incondicional” que incluía a todos los actores del conflicto armado que hubieran cometido delitos graves o violaciones sistemáticas de los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario (DIH).
Con el retorno de las democracias a esos países, el castillo de naipes construido con ayuda de esas normas para garantizar la impunidad de gobiernos dictatoriales responsables de miles de torturas, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas se fue derrumbando de manera paulatina. Así se puso fin a una de las mayores vergüenzas históricas de América Latina. En el 2005 la Corte Suprema de Argentina declaró inválidas las leyes expedidas por Videla; en 2006 la Corte Suprema de Chile hizo lo propio con la amnistía promulgada por Pinochet; en el 2011 la Corte Interamericana de Derechos Humanos dejó sin vigor las amnistías uruguayas y en 2016 la Corte Suprema de El Salvador declaró inconstitucional la que regía en ese país.
La otra opción es que el expresidente se refiera a la necesidad de que las amnistías no se apliquen solo a la guerrilla, sino que se extiendan a los integrantes de la Fuerza Pública. Si ese fuera el caso, conviene recordar que mientras se negociaba el acuerdo de paz en La Habana, en Colombia se estructuraba -con la intervención activa del Ministerio de Defensa- el tratamiento simultáneo, simétrico y diferenciado que debía darse a los militares. Como la utilización de la amnistía supondría que sus beneficiarios aceptaran haber cometido delitos políticos, lo cual no correspondía a la realidad, se recurrió a la creación de una herramienta más general en la que ese reconocimiento no hiciera falta; de ahí surgió para ellos la renuncia a la acción penal, siempre que no se trate de graves violaciones a los Derechos Humanos o al DIH. Con esas obvias limitaciones, este beneficio del que disponen las Fuerzas Armadas cumple de manera legítima el propósito que ahora se propone llenar con la inadmisible figura de la amnistía general.