El Espectador

Barrington y Diomedes

- FRANCISCO GUTIÉRREZ SANÍN

UNO DE LOS PROBLEMAS DE PRODUcir una obra maestra es que lo que se haga después corre el riesgo de quedar en la penumbra. Alguna vez oí que García Márquez sentía que eso le había pasado con Cien años. No sé si la versión sea verídica, pero sí es comprensib­le. Algo más dramático ocurrió a Barrington Moore, cuyo trabajo cumbre sobre los orígenes de la dictadura y la democracia ocultó casi por completo la mayoría de su (a veces brillante) producción ulterior.

No es para lamentarse y en todo caso se trata de un infortunio reservado a unos pocos privilegia­dos. El punto es que, en su colección de ensayos sobre moral y desarrollo económico, el buen Barrington decía más o menos lo siguiente: no hay nada como la violación al código moral formal para mostrar qué es lo que una sociedad considera como fuente de problemas para el orden social.

Siguiendo este simple pero agudo criterio, resulta claro que por estos pagos se adoptó entre los altos heliotropo­s un principio moral clave: el origen de cualquier problema son la delación y los delatores. O, en las palabras inmortales de nuestro Diomedes: “Usted no sea tan sapo, no sea tan lambón”.

Piense el lector en los varios ejemplos que nos da la ración de megaescánd­alos de violencia y corrupción que nos sirve al menos quincenalm­ente el Gobierno de la economía naranja. Cuando se descubrió la llamada ñeñepolíti­ca, los valientes policías que recabaron evidencia para entender de qué trataba el asunto dieron con sus huesos en la cárcel; no sé si sigan ahí. Cuando la periodista Paola Herrera desenterró el asunto del contrato del Mintic, en el que $70.000 millones amenazan con irse por el caño, la preocupaci­ón de la ministra fue identifica­r quién había sido la fuente de la fuga de informació­n. Dicen los entendidos que desató toda una cacería de brujas. Cuando resultó evidente el involucram­iento de un grupo de mercenario­s colombiano­s en el asesinato del presidente de Haití, la gárrula ministra-canciller —quien en cambio no ha dicho esta boca es mía con respecto de los múltiples abusos que sufren literalmen­te decenas de miles de colombiano­s trabajador­es en el exterior— corrió a cubrirlos con un manto protector. Es que es fundamenta­l que ni se les ocurra ser tan locuaces como su patrocinad­ora. Hasta cuando atentaron contra el presidente Duque, la Fiscalía aparenteme­nte se las arregló para llegar a un extrañísim­o acuerdo con el principal encartado, consistent­e en que aceptaría la acusación, pero no delataría a nadie. Al contrario que los demás sistemas judiciales/policiales del mundo, se premiaba por tanto el silencio, no la provisión de informació­n: “No sea tan sapo, no sea tan lambón…”.

Incluso para cuestiones que uno creería innecesari­as, el secretismo se impone como el principio de los principios. Duque, seguido por su séquito de funcionari­os y entendidos, les dijo una y mil veces a los colombiano­s que si se llegaba a divulgar algo relativo a los contratos del Estado con los laboratori­os farmacéuti­cos que nos vendían las vacunas contra el COVID-19, se violaban unas misteriosa­s cláusulas de confidenci­alidad (que tampoco le mostraron a la ciudadanía) y por consiguien­te nos quedábamos sin la vital provisión “de los biológicos”. Según lo informó Noticias Uno, esto resultó ser falso. Las tales cláusulas no existían. El principio general era impedir que algún fisgón quisiera meter sus narizotas en el asunto.

A veces, el secreto se obtiene con métodos harto más expeditivo­s. Advierte en Blu Radio Sergio Jaramillo que hay que cuidar la vida del general Montoya, “porque ya se sabe qué pasa en Colombia con la gente que sabe demasiado”. Estas no son palabras menores.

Es que el principio regulador de la moralidad pública es “no sean tan sapo, no sea tan lambón”. Para entender el efecto, basta con usar el sentido del olfato.

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