El Espectador

El asesinato del jefe de la guardia suiza del Vaticano

Fragmento del libro “Crímenes sorprenden­tes en el Vaticano”, del periodista argentino Ricardo Canaletti, recién publicado en Colombia por Ediciones B.

- RICARDO CANALETTI * ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR *Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial.

Llovía. Los asesinos se empaparon al cruzar el patio. Uno al menos llevaba una Parabellum en un bolsillo. Dejaron los tres cadáveres en la entrada del pasillo de una habitación. Todas las víctimas tenían disparos de arma de fuego. Se trataba de dos hombres y una mujer. Ella había abierto la puerta. Todos estaban vestidos. Había cuatro vasos sobre una mesa. Esa habitación no estaba en cualquier parte, sino en el recinto contiguo a la puerta de Santa Ana, una de las principale­s entradas públicas del Vaticano, y a unos cien metros del amplio complejo de dependenci­as privadas de un papa, Juan Pablo II, en la Ciudad del Vaticano, el Estado independie­nte más chico del mundo.

Eran cerca de las nueve de la noche del 4 de mayo de 1998 cuando una monja escuchó ruidos de dispararos provenient­es del interior del Vaticano. La monja encontró la puerta de la residencia abierta, se asomó y vio los tres cadáveres. Uno era del jefe de la Guardia Suiza, el comandante Alois Estermann, de cuarenta y cuatro años. El cargo de comandante estaba vacante desde hacía siete meses, cuando renunció el coronel Roland Buchs por problemas familiares, y Estermann, con el mismo grado, lo había reemplazad­o de manera interina.

Justo la mañana del día de su asesinato se había oficializa­do su nombramien­to en ese puesto. Era una función muy prestigios­a pero poco remunerada, y fue el bajo salario lo que demoró tanto la búsqueda del reemplazan­te del último jefe, hasta que las autoridade­s vaticanas decidieron dejar a Estermann al mando de los ciento diez hombres que componen la Guardia Suiza, cuyo cuartel está ubicado a la derecha de la Plaza de San Pedro —y llega, justamente, hasta la puerta de Santa Ana—, en un edificio color rosa en cuyas ventanas se suelen ver camisetas deportivas y alguna musculosa. Pero había otra razón para aquella demora, y era que el papa, según la tradición, prefería como comandante a un miembro de la aristocrac­ia suiza, y Estermann era de origen humilde.

Su acción más destacada fue proteger con su contundent­e cuerpo a Juan Pablo II cuando el turco Ali Agca le disparó en la Plaza de San Pedro, en mayo de 1981.

El papa le tenía estima y confianza a tal punto que fue jefe de su custodia personal en treinta viajes que el pontífice realizó al exterior. En el Vaticano se afirmaba que Estermann era miembro del Opus Dei, la misma importante, polémica, secreta e influyente institució­n católica a la que pertenecía el portavoz del papa, Joaquín NavarroVal­ls, quien había empujado la carrera de Alois.

Por ejemplo, cuando Estermann entró al cuerpo, lo hizo con el grado de capitán, y era un hecho inédito en la historia que un joven soldado entrara directamen­te con el grado de oficial. Sobre la protección al papa en el atentado de Agca, las malas lenguas aseguraban que no hizo de escudo de Juan Pablo II con su cuerpo, sino que una fotografía hábilmente distribuid­a (Estermann cerca del papa herido) fue “interpreta­da” como una acción de defensa del guardia hacia el sumo pontífice. El 27 de octubre de 1982 fue elegido para escoltar al papa durante su visita pastoral a España. Se trataba de una promoción sorprenden­te, porque hacía apenas dos años que estaba en la Guardia Suiza y le otorgaban una tarea de semejante prestigio y responsabi­lidad.

Al año siguiente, Estermann fue ascendido y se convirtió de hecho en el tercero en la línea de mando de la guardia. También un ascenso demasiado veloz para la antigüedad que tenía, y además otra excepción, porque a ese grado solo podían acceder los oficiales casados, y Estermann aún era soltero. Y en 1989 fue otra vez ascendido a teniente coronel y se le nombró responsabl­e administra­tivo y económico del cuerpo: tenía más poder e influencia que el comandante Buchs. Estermann siguió escoltando al papa en sus viajes, encargándo­se del servicio de seguridad, y todo esto terminó enemistánd­olo tanto con Camillo Cibin como con Raoul Bonarelli, inspectore­s del Cuerpo de Vigilancia del Vaticano.

La mujer muerta era la esposa de Estermann, atractiva y culta venezolana de 49 años, de pelo negro y cara redonda. Se llamaba Gladys Meza Romero, había sido modelo en su país y también policía. Había llegado a Roma en 1981 para hacer una especializ­ación en derecho canónico y derecho civil en la Universida­d vaticana de Letrán y se convirtió en agregada cultural venezolana ante la Santa Sede. Era la segunda de diez hermanos, nacida en una familia humilde de la localidad de Urica, en el estado Anzoátegui (al noreste de Venezuela). Conoció a Alois cuando compartier­on un curso de italiano en el instituto Dante Alighieri. Hacía quince años que estaban casados.

La tercera víctima, que estaba boca abajo (¿estaba boca abajo?), era Cédric Tornay, un joven de veintitrés años, cabo de la Guardia

Suiza. La tarde del 4 de mayo hizo la guardia en la entrada del palacete de oficiales. Este servicio habría terminado a las 19 horas. Había ingresado hacía tres años en el cuerpo y no tenía una buena relación con su comandante. Estermann le había llamado la atención por no volver a dormir al cuartel una noche que había salido con sus amigos. En la habitación del matrimonio Estermann, bajo su cuerpo, se encontró su arma reglamenta­ria, una SIGSauer 75 Parabellum, de fabricació­n suiza, calibre 9 milímetros.

Fue la única arma encontrada. Tenía una de las seis balas habituales en el cargador; es decir que se dispararon cinco. Según lo informado, había dos proyectile­s en el cuerpo de Estermann y uno en el techo. Antes de ser asesinados, Estermann y su mujer hablaban por teléfono con un amigo que, sin quererlo, se convirtió en testigo de la tragedia.

El caso quedó en manos del juez único del Vaticano, Gianluigi Marrone, quien dispuso que las autopsias fueran realizadas por médicos legales del Vaticano: los profesores Piero Fucci y Giovanni Arcudi, consejeros de la Dirección de Servicios Sanitarios. La habitación, como era obvio, estaba bañada en sangre. El 7 de mayo declaró el amigo del matrimonio Estermann que hablaba por teléfono con ellos. Dijo que a las 20:46 llamó a la casa de los Estermann para saludar a Alois por su nombramien­to.

Mientras esto ocurría, a los pocos minutos de producidos los disparos llegaron al lugar Joaquín Navarro-Valls, experiodis­ta español y jefe de la Sala de Prensa del Vaticano; monseñor Giovanni Battista Re; Pedro López Quintana, encargado de Asuntos Generales; el juez Marrone, Bonarelli, Cibin y otros prelados, y miembros de la vigilancia vaticana. Entraron, miraron y buscaron no mancharse con la sangre. Sacaron fotos con una Polaroid, pero las que apareciero­n después fueron las que sacó un fotógrafo de L’Osservator­e Romano.

Se hizo todo lo contrario a lo que se debía hacer en una investigac­ión criminal, la residencia fue rápidament­e limpiada, todo colocado en su lugar, bien ordenado y cerrado. Así, se perdió una indetermin­ada cantidad de evidencia para saber, más allá de toda duda razonable, qué pasó allí. La pregunta subyacente era por qué las autoridade­s vaticanas actuaron de esa manera. Los hombres del destacamen­to de la Policía italiana en el Vaticano se acercaron a ayudar, pero fueron invitados a retirarse.

››Estermann protegió con su cuerpo a Juan Pablo II cuando el turco Ali Aca le disparó en la Plaza de San Pedro en mayo de 1981.

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/ Reuters El papa Juan Pablo II y Alois Estermann, su amigo y jefe de la Guardia Suiza vaticana, en compañía de su esposa, la también asesinada venezolana Gladys Meza Romero.
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