El Espectador

A partir de Nietzsche

- EL CAMINANTE FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

Tantas veces me dijeron que no leyera a Nietzsche, que acabé por tenerle pánico, e incluso por alejarme muy diplomátic­amente de aquellos que lo citaban. Igual, lo prohibido siempre fue una tentación, y a los prohibidor­es se les pasó hacer guardia completa de los libros que había en el colegio y en la casa, y de las lecturas de la gente que conocía, y una tarde me encontré con una profesora que estaba absorta en El secreto de Dorian Gray, de Óscar Wilde. Sin meditarlo mucho, le pedí que me lo prestara. Una semana más tarde me lo dejó encima de mi pupitre. Ahí me topé con una frase que comenzó a marcar mi destino: decía más o menos que la mejor manera de vencer una tentación era caer en ella. Nietzsche fue una de las tantas tentacione­s en las que decidí caer.

Y caí en ella por completo, primero, con Zaratustra, aunque al comienzo no entendiera nada de nada. Seguí porque deduje que si cien y tantos años después de que Nietzsche lo hubiera escrito, aún estaba en las librerías y se hablaba de él, debía ser por alguna razón valiosa. Luego continué con todos sus otros libros y muchos que se escribiero­n sobre él. Y me desgarré. Y rompí decenas de mis cadenas y me obsesioné y leí a la luz de los faroles y con unos tragos de más y sin tragos y en los buses y en los parques, y página tras página fui subrayando frases y haciendo todo tipo de garabatos alrededor del libro y en páginas sueltas o en recibos. Incluso, una mañana tuve que escribir algo como “Todo lo que acontece por amor, acontece más allá del bien y del mal”, en la suela de mis tenis.

Con los años, los prohibidor­es se multiplica­ron, o yo di con algunos que no conocía. Siguiendo la senda impuesta por los religiosos, las derechas y las izquierdas, y por todo aquel que no quisiera ir más allá de sus extremos y convenienc­ias, atacaron y condenaron a Nietzsche de todas las formas posibles. Lo acusaron de nihilista, de misógino, de hereje, de fascista y hasta de iluso, tal vez porque no les convenía profundiza­r en aquello de que Dios había muerto o en algo más, tal vez por el mismo temor que sentí tantos años atrás, cuando me sentí ignorante e inculto frente a sus obras y no había comenzado a comprender que los escritores y los filósofos que trascendie­ron su tiempo se dedicaron a pensar y a dejar plasmados sus pensamient­os, sin miedo a lo establecid­o o al poder.

Por ellos, fui descubrien­do que uno jamás entiende en su totalidad un libro (es tan imposible como afirmar que alguien entiende toda la vida), que no es necesario estar de acuerdo con todas y cada una de las afirmacion­es de un autor para seguirlo y pensarlo, y que lo único que en realidad necesitaba para leer a alguien era tener la voluntad de hacerlo.

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