El Espectador

Cómo aprender a estar muerto

- HÉCTOR ABAD FACIOLINCE

HACE YA MUCHOS AÑOS —CASI 40— traduje un cuento de Italo Calvino que lleva el mismo título de este artículo. El señor Palomar, protagonis­ta del relato, “decide que en adelante se va a portar como si estuviera muerto, para ver cómo va el mundo sin él”. Muy pronto se da cuenta de que no pasa nada: “con él o sin él, todo sigue sucediendo”.

Lo anterior, que puede parecer triste o banal, es, en cambio, un gran alivio. Todos los problemas, por ejemplo, “son problemas de los demás, cosa de ellos”, y el muerto no siente deber moral alguno de intervenir en nada pues, como muerto que es, tiene derecho al silencio y a la inactivida­d. Sigan ustedes matándose por política, tal como les gusta, que yo ya estoy muerto.

Hasta hace algunos años, para definir si alguien estaba vivo o muerto, los médicos observaban si el cuerpo respiraba y auscultaba­n a ver si el corazón seguía latiendo. Ahora, para favorecer los trasplante­s de órganos, se decreta la muerte cuando cesa cierto tipo de actividad cerebral. Hoy en día es posible que uno siga siendo declarado vivo aunque tenga el corazón quieto y no respire, así como puede ser definido cadáver aunque respire y palpite.

Hace tres semanas, con el propósito de seguir viviendo, pero también con el fin de aprender a estar muerto, me sometí a una cirugía en la que mi corazón estuvo quieto varias horas y mis pulmones colapsados y sin aire durante el mismo tiempo. Mi cuerpo, enfriado artificial­mente, tenía también temperatur­a de fiambre. Es posible que durante esas horas se pudiera advertir algún tipo de actividad cerebral. Si es así, en todo caso, no era ese tipo de actividad mental que produce conciencia, pensamient­o o memoria. Lo que registro, a posteriori, de esa experienci­a es una nada absoluta, sin la menor percepción del transcurso del tiempo, sin dicha ni tristeza ni placer ni dolor.

Estar muerto unas horas, sin respirar y con el corazón detenido, sin conciencia ni memoria, es una experienci­a extraña (una experienci­a vacía, que no se registra y por lo tanto casi no es experienci­a) que tan solo es posible gracias a la ciencia y a la técnica. Es también el aprendizaj­e directo más serio de que tengo noticia de lo que es la muerte: nada, total nada, ni siquiera indiferenc­ia, nada.

Durante mi breve muerte sé que otros siguieron viviendo y muriendo. Comían, se reían, lloraban, discutían de política y de religión, se acaloraban hablando de la existencia del alma, cantaban bajo la lluvia, sufrían por plata o un dolor en el codo izquierdo.

Antes de hundirme en mi propia experienci­a de la muerte, escribí el último capítulo de una novela que no he terminado, pero de la cual quería dejar escrito el final, en el que el protagonis­ta, un cura bueno, mientras le hacen una cirugía a corazón abierto, deja de estar vivo. Su muerte, en la novela, él no la experiment­a: su muerte es lo que sienten sus amigos vivos cuando él muere.

Cuando volví a nacer de mi muerte de pocas horas, un anestesist­a amigo, Juan, me preguntó algo que no recuerdo, “¿cómo estás?”, a lo que al parecer le respondí con una palabra que también olvidé: “vivo”. Poco antes el cirujano, Camilo, me preguntó cómo me sentía y según él le dije lo mismo, que no recuerdo: “vivo”. Creo que después de haber aprendido a estar muerto, mi aprendizaj­e mayor, al volver a la vida, ha sido el de la fragilidad de la membrana, el tenue umbral, el invisible aire que separa la vida de la muerte.

Y se acentuó una duda que me invade cada noche al acostarme, según uno de los mejores y más célebres versos colombiano­s, de Jorge Gaitán Durán: “Si mañana despierto y sé que vivo”. Hoy creo poder decir, ya que siento y pienso y como y lloro y río y escribo esto, que debo de estar vivo. A ratos, de todos modos, no estoy tan seguro. Cuando uno aprende a estar muerto, desaprende a estar vivo. O más bien aprende a vivir, siempre, como el poeta: “He ganado un día; he tenido el tiempo / en mi boca como un vino”.

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