COVID-19 y dilemas éticos
UNA ENFERMERA QUE POSTERGA la vacunación alegando que es “una decisión personal” y mientras tanto contagia a sus dos pacientes ancianos, que sobreviven porque están vacunados; una empleada del servicio que asiste a su trabajo ocultando sus síntomas y contagia a los miembros de una familia; un joven sin síntomas visibles que visita a su abuela, no observa la distancia y ella muere; una hija que no lleva a su padre anciano al hospital por miedo al contagio, y cuando toma la decisión es demasiado tarde; estos y muchos casos parecidos he conocido durante la pandemia. Rabia, tristeza, culpa son sentimientos que se multiplican en estos tiempos y no siempre son fáciles de tramitar. Y también dilemas éticos. ¿Se prescinde de los servicios de la enfermera antivacunas y de la empleada que omitió información definitiva? ¿Se le hace alguna recriminación a ese nieto, a esa hija?
Algunas enfermedades tienen connotaciones que nacen del prejuicio, del mito, de la desinformación. Lo mostró Susan Sontag en La enfermedad y sus metáforas. Mientras sufrir del corazón no tiene nada de vergonzoso, nos dice, el cáncer, la tuberculosis, la sífilis, la lepra, el sida, los trastornos mentales —“enfermedades misteriosas”— se han visto sometidos a imputaciones diversas, que llevan a su ocultamiento. Al cáncer, por ejemplo, se lo ha relacionado equivocadamente con represiones emocionales; a la sífilis y el sida, con promiscuidad, estigmatizando a los que las padecen; a la lepra se la asoció muchas veces con la suciedad o la pobreza, y a la tuberculosis, con un enervamiento enfermizo, que la romantizó. Ni que decir de la interpretación mágica de la enfermedad como castigo. El COVID-19 pareciera, en cambio, verse como una enfermedad democrática, que viene de “afuera” y por tanto no estigmatiza ni avergüenza. Lo único que se le “exige” al enfermo es responsabilidad con los demás.
La vacunación plantea también problemas éticos. En primer lugar, el de su obligatoriedad, que está en contravía del derecho que todos tenemos a decidir sobre nuestro cuerpo. Un mandato así sólo puede concebirse en regímenes autoritarios, pues linda con el fascismo. Otra cosa, sin embargo, es la imposición de medidas restrictivas a los que no se han vacunado, pues no puede ser que un irresponsable antivacunas que se contagie tenga derecho a entrar a un sitio público y multiplique el contagio. Que un concejal pida que los no vacunados no puedan entrar a Transmilenio puede sonar a exabrupto, pero no es descabellado, máxime cuando en el sistema se ha vuelto a los atiborramientos. Tampoco tendrían que poder entrar a teatros, conciertos y restaurantes. Ni trabajar en hospitales ni colegios. El antivacunas que debe ser hospitalizado, además, termina ocupando una cama que está necesitando alguien con otro tipo de enfermedad grave, y hace más duro el trabajo de los sufridos médicos que atienden a diario el COVID-19. Y ni que decir de los problemas éticos que plantean los grandes laboratorios. De nunca acabar.
Adenda. ¿Por qué pueden devolver de un puesto de vacunación a una persona que va por primera dosis, como pasó esta semana con alguien conocido, diciéndole que debe agendarse? ¿Es esto consecuente con las campañas que invitan a todos a vacunarse?