El Espectador

“Siete poemas para una amiga muerta”

- WILLIAM OSPINA

Traducción de los poemas de Marguerite Yourcenar, a la memoria del poeta

Giovanny Gómez.

I

Esos que se cansaron de esperar nuestros pasos / Han muerto sin saber que veníamos, lentos; / No pudiendo extenderlo­s han cerrado sus brazos / Y en lugar de recuerdos dejan remordimie­ntos.

Dios no bendice ya los tardíos presentes, / Flores y tiernos gestos, la oración del que ruega; / Ya nadie entre los muertos escucha a los vivientes, / Nos junta sin unirnos la muerte cuando llega.

No sabremos la calma de sus eternos lechos; / Nuestros gritos tardíos, fatigados, deshechos, / En la eternidad sorda penetran sin volver;

Y en su desdén los muertos, o mudos y fatales, / No me oyen del misterio en los negros umbrales, / Llorar por un amor que jamás pudo ser.

II

Aquí la miel del hondo corazón de las rosas, / Los tonos, los perfumes y los soplos amados. / No te hará sonreír la gracia de las cosas: / Tus brazos siempre abiertos están al fin cerrados.

No sentirán tus párpados que, en perfume resuelto, / Lento aquí se deshoja mi largo llanto inerte. / Va en las metamorfos­is tu corazón disuelto, / Y llego justo a tiempo solo para perderte.

Ya es una cifra el tiempo; el ser, lo que lo nombra; / Por las rutas del sol yo habría amado tu sombra; / Choca contra una tumba lo que de mí te quiere.

La muerte dudó menos y ha sabido alcanzarte; / Si piensas en nosotros deberás apiadarte,/ Y uno se siente ciego cuando una antorcha muere.

III

Solo supe dudar; había que acudir. / Callé cuando llamarte era más necesario. / Y seguí largo tiempo mi rumbo solitario; / Yo no había previsto que tú ibas a morir.

No preví que vería seca de su agua pura / La fuente que nos lava y que nos desaltera; / Yo no había previsto que en la tierra existiera / Un fruto misterioso que la muerte madura.

Aquí estoy, manos, ojos y pies que te buscaron, / Por el jardín estrecho donde otros te dejaron / Yo avanzo vacilando, como un triste extranjero.

Llego hasta ti muy tarde, y envidio, arrepentid­a, / A aquellos que, sabiendo que todo es pasajero, / Te mostraban su amor cuando estabas con vida.

IV

Nunca sabrás que tu alma va viajando conmigo, / Que he adoptado en el mío tu corazón querido; / Y que ni otros amores, ni el cruel tiempo enemigo, / Ni la edad, nada puede impedir que hayas sido.

Que ha tomado tu rostro la belleza del mundo, / De tu dulzura vive, luce tu claridad; / Que el lago pensativo sobre el campo profundo / Únicamente me habla de tu serenidad.

Nunca sabrás que tu alma siguió con quien te ama, / Que es la lámpara de oro que mi paso ilumina, / Y que en mi canto un poco de tu voz se adivina.

Dulce antorcha, tus rayos, brasero fiel, tu llama, / Me enseñan los senderos que tu paso seguía, / Y tú vives un poco pues vivo todavía.

VCon sus frutos de estrellas el ciprés por los cielos, / Lento al fondo en las noches de verano se agita; / La vida, una y desnuda, a través de cien velos, / Para expandirla en todo tu belleza te quita.

Tu amor, mi amor, las médulas del corazón que anhela / Serán algo distinto con cada nueva edad; / Y así como la araña va extendiend­o su tela, / El monstruoso universo teje la eternidad.

La ola sin mañana nos lleva y trae incierta, / Vamos adormecido­s bajo una inmensa puerta, / Perdiéndon­os en todo para todo encontrar.

Los corazones guardan ansias inextingui­das; / Y el amor y la espera se esfuerzan en soñar / Que va el sol de los muertos madurando otras vidas.

VI

La miel inalterabl­e que cada cosa lleva / Hecha está de deseos, remordimie­nto, espanto; / Un eterno alambique donde el tiempo renueva / La piedad de los muertos, de los vivos el llanto.

Otra vez de igual causa igual efecto asoma; / Por entre mil acordes la misma nota suena; / Como no se separa la rosa de su aroma, / Yo sé bien que tu alma no es a tu cuerpo ajena.

Sé que el orbe lo poco que fuimos nos reclama. / Tú no sabrás jamás que mi llanto te ama, / Y yo me olvidaré de cuánto te he querido.

Pero la muerte aguarda con su larga indolencia, / Y yo, como un infante en tus brazos dormido, / Oigo batir los hierros de la eterna existencia.

VII

Solo el silencio tiene esas palabras solas / Que cerca, y sin herirte, se pueden pronunciar; / Que lluevan ya sus lágrimas sobre ti las corolas, / Y aceptemos sonriendo lo que debe pasar.

Cuando cada quien, harto de su papel, reposa, / Desciende al mismo lecho todo el que se durmió; / Por cada dedo trémulo de hierba que nos roza, / Puedes tú bendecirme, y acariciart­e yo.

Llevan a tu dulzura mis senderos, tan lentos. / De este suelo que ahora se impregna de alma humana, / Jardinero, el olvido borra remordimie­ntos.

El incansable amor en las venas se agita, / Yo no quiero turbar, con una queja vana,/ De la tierra y los muertos la interminab­le cita.

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