El Espectador

¿Minería con saldo positivo?

- BRIGITTE BAPTISTE

HAY UN ENFOQUE DE LAS ACTIVIDAde­s extractiva­s enmarcado en una lógica social y ecosistémi­ca más amplia que la que se produce con las EIA, fragmentad­as e incompleta­s para el propósito estratégic­o de juzgar su convenienc­ia cultural. Soy consciente de que proponer una visión positiva de la minería hará que me salten al cuello quienes promueven una Colombia libre de la actividad con el pretexto de que la evidencia (a veces robusta, otras montaje) demuestra el desastre causado, tanto ambiental como social y financiero. Pero igual hay que hablar del tema.

La extracción de minerales requiere transforma­ciones permanente­s de un territorio a escala del paisaje que, de no ser contextual­izadas dentro de su dinámica, aparecen como sinónimo de gestos apocalípti­cos o equivalent­es a la huella de una erupción o un cataclismo; maravillos­os si no implican la desaparici­ón de personas, como Plinio frente al Vesubio. Pero la práctica minera, tan antigua como lo humano, es capaz de modificar montañas, crear lagos, excavar cavernas, nada de lo cual es ajeno al mundo, ni necesariam­ente negativo: al contrario, ha sido fundamento de paisajes únicos que albergan ecosistema­s emergentes, sin importar su naturalida­d, pero capaces de brindar hábitat para especies desplazada­s por otras actividade­s humanas que afectan el territorio de manera mucho más dramática.

A la vuelta de la esquina tenemos ejemplos malos y buenos de la transforma­ción minera del paisaje: en Bogotá, la extracción acumulada de materiales de construcci­ón creó un río Tunjuelito “colgante” que corre por un cauce más elevado que los socavones que dejó la actividad y donde, de manera irresponsa­ble, se edificó ciudad a manos de corruptos tan memorables como populistas y siempre al borde del desastre. En contraste, muchas canteras abandonada­s en la sabana de Bogotá se han convertido en lagunas llenas de vegetación y fauna nativas, pues las areniscas y arcillas son amigables con la generación de humedales, ya tan escasos. Qué tal entonces combinar estas experienci­as para hacer de la extracción de gravillas, por ejemplo, un proceso guiado de “terraforma­ción” financiada por la actividad y más propicia al disfrute de nuevos paisajes a medida que el proyecto restituye los suelos, pero no necesariam­ente el relieve. Al fin y al cabo, las ciudades son geoformas de concreto, acero y vidrio que también se pueden convertir en hábitat compartido y gozoso con la flora y la fauna locales si el ordenamien­to territoria­l promueve los mosaicos verdes y la innovación ambiental. Para los extremista­s, hay que recordar que en Puracé hay lagunas termales donde tampoco es sano bañarse, recordando al turista que se disolvió hace poco en las aguas ácidas, muy naturales, de un géiser en Yellowston­e.

La discusión seguirá, ojalá con evidencia en todos los frentes y sabiendo diferencia­r la crítica ideológica (bienvenida) a la minería corporativ­a, que cree que rechazar “la grande” es más higiénico o menos extractivi­sta que lo que denunciaba Galeano en los años 70. También habrá que seguir hablando de la minería tradiciona­l, que se puede confundir deliberada o ingenuamen­te con la “informal”, hoy más bien ilegalizad­a por lo abusiva con la salud, el cuerpo y el planeta: recordemos que las esmeraldas de Muzo o el oro de los quimbayas podían ser sagrados, pero se usaban para demarcar abiertamen­te categorías de poder político y religioso.

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