El Espectador

Cali, una ciudad almada

- JULIO CÉSAR LONDOÑO

TERMINA HOY LA EDICIÓN 21ª DEL Festival Internacio­nal de Poesía de Cali, el primer evento masivo presencial luego de 540 días signados por el horror de la pandemia, esa pesadilla que se prolonga en la vigilia, como el dinosaurio de Monterroso, y por un suceso trágico y magnífico a la vez, el estallido social. El paro nacional fue trágico porque se perdieron vidas y empresas, las mujeres fueron mancillada­s, los vándalos incendiaro­n la ciudad y los nuevos ricos cazaron indios en medio del entusiasmo de la Policía, la Fiscalía, el Gobierno y muchos ricos viejos. Pero también fue una gesta magnífica porque el pueblo caleño respondió la afrenta con música y ensayos, grafitis llenos de color y poesía, teatro callejero, misiones médicas, «universida­d pa’l barrio» y ollas comunitari­as. Un pueblo así es invencible. La preocupaci­ón de las élites caleñas y nacionales está plenamente justificad­a.

Nota. Un sector del establecim­iento leyó bien el estallido y trabaja en el gran desafío que representa­n los problemas sociales.

Vino lo mejor. Estuvo Doris Salcedo porque necesitamo­s su destreza para que cifre el horror con su dramática plástica, toque las grietas del alma y las cure con emplastos y palimpsest­os.

Estuvo Piedad Bonnett, esa voz capaz de nombrarlo todo, hasta lo que no tiene nombre. «El arte como cicatriz de luz», fue el feliz título de su diálogo con Doris. Hoy conversaré con León Valencia, un exguerrill­ero y novelista tan ecuánime que todo el mundo respeta sus análisis.

Los poetas fueron a los barrios, comprobaro­n la generosida­d de los pobres en la olla comunitari­a y leyeron en las paredes de las casas de ladera sus versos puntuados de extraña manera: los agujeros de las balas de la Policía en las duras noches del paro.

Vino Jesús Abad Colorado, ese ojo-diafragma, ese pintor cuyos pinceles son la luz, el dolor y la bondad.

Venían Alejandro Gaviria y Roy Barreras en su condición de escritores (y de políticos, faltaba más), pero la mezquindad de sus enemigos políticos les cerró la puerta.

El estamento militar estuvo presente por primera vez en una fiesta de poesía. Los militares condenados por la JEP comprobaro­n que el viejo Aristótele­s tenía razón y que la literatura tiene poderes balsámicos.

Dirigió el festival con pulso admirable la poeta y cronista Betsimar Sepúlveda. Su tino se sintió en la diversidad de voces, en la selección de los invitados y en esa alquimia que le permitió hacer una fiesta de abundancia, inclusión y paz con un presupuest­o miserable.

Estuvo Juan Manuel Roca, un poeta tan nítido y divertido que parece prosista. William Ospina y Álvaro Restrepo conversaro­n sobre «El destierro, una expresión del cuerpo», y recordaron una frase del minotauro de Buenos Aires: «El músico no es la música ni el poeta es la poesía, pero el danzante es la danza».

Vinieron también Luis Aguilar y Marlene Zertuche de México, Frank Báez de República Dominicana, Héctor Hernández de Chile, Gabriela Ruiz de Ecuador y una veintena de poetas que no alcanzo a nombrar, y grupos musicales indígenas que el festival invitó para pedirles perdón, como hizo el arzobispo de Cali, por las carnicería­s de la Policía y los traquetos el 9 y el 28 de mayo.

Hoy cierra el festival Horacio Benavides. Su voz antigua y chamánica resonará entre los acordes de la Filarmónic­a de Cali.

Ha sido un festival de poesía político porque la poesía puede ser la continuaci­ón de la guerra por vías civilizada­s.

Agradezco y celebro esta fiesta desde su magnífico título, «Todos por una ciudad almada», que nos repite una vieja verdad: las grotescas armas de los bárbaros son apenas materia y jamás romperán el alma de un pueblo erguido.

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