El Espectador

Farsantes

- ALEJANDRO SANTOYO

NO SE PUEDE NEGAR QUE muchas causas mal llamadas animalista­s se volvieron bandera de jugadas políticas que en múltiples escenarios solo buscan beneficiar intereses personales muy particular­es, dejando así por el suelo las buenas intencione­s de pequeños bandos apáticos a la política, pero que militan del lado de quien tenga fuerza para poder ayudar a la mayor cantidad de animales no humanos.

Es así como en los últimos años, partidos políticos encabezan proyectos que pueden parecer nobles por cuanto se preocupan por dar una vida digna a las especies animales, pero traen una letra pequeña, escondida, que es la que hace eco a través del marketing para tener beneficios, sobre todo con generacion­es jóvenes, generacion­es que, con miles de defectos, traen una pequeña bondad y es precisamen­te el poder participar en cruzadas contra el maltrato, aun cuando muchas veces sea de forma virtual.

Estas mismas generacion­es ya no ven nada imponente en la ganadería a 3.000 m de altura, tampoco en un toro de 600 kg que mágicament­e es acariciado por el viento, reflejado en un estanque cuando la luna lo permite, porque realmente estos solo son eufemismos para describir especies que deben soportar las inclemenci­as que traiga el clima. Mucho menos ven nada mágico, poético y místico en una vaca nerviosa, alerta e inseminada para dar a luz a sus crías al ritmo que al hombre le parece prudente, y no es porque estas generacion­es tengan un déficit de atención que no les permite ver la belleza, es solo que no hay belleza en explotar animales para satisfacci­ón del humano. Igualmente ocurre con la industria alimentari­a, esa que sacia los paladares de quienes se enmarcan en muchas causas provida. Pero plantear un sistema utópico en el que todos seamos querubines sin defectos, sin huella de carbono, como Greta Thunberg o Francisco Vera, o simplement­e yoguis del siglo XXI, para ahí sí poder defender un motivo de lucha y cambio, es un pajazo mental y una idea insostenib­le digna de la tía cincuenton­a que luego de la misa dominical va a compartir postales de Piolín en el WhatsApp. El mundo no puede ser así, y muchos farsantes ponemos un alto ocasional por motivos que incluso van en contra de nuestro estilo de vida, y es natural no ser perfecto, es natural ser una farsa.

Insinuar que no se puede estar en contra de la práctica del toreo por el hecho de comer carne es tan poco válido como el creer que no se puede juzgar al político de elección popular por el que uno votó. ¡Claro que no! Sí se puede, se puede juzgar cada decisión que vaya en contra de la vida así sea una propia contradicc­ión, ¿o acaso solo se puede participar de batallas cuando se esté libre de pecado? Prefiero mil farsantes comiendo una Big Mac al tiempo que protestan a las afueras de la plaza de toros por la llegada de las cada vez más ridículas temporadas taurinas, bautizadas como si se tratara de un festival de partos de toros y no del ritual de muerte y opulencia que realmente simbolizan. Prefiero a los mismos farsantes resignados que pueden luchar por una vida aun cuando cargan el lastre de haber acabado con miles por una “falsa necesidad dietaría”, pero aun así los prefiero porque fueron capaces de entender que de nada valió dar una vida de rey a un animal que pastaba libremente por la cordillera, si es que, al final, montaron con su muerte todo un circo y con los payasos simplement­e postrados en las gradas como meros espectador­es.

‘‘Plantear

un sistema utópico en el que todos seamos querubines sin defectos, sin huella de carbono, para ahí sí poder defender un motivo de lucha y cambio, es un pajazo mental y una idea insostenib­le”.

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