El Espectador

Julio César Goyes, en “Ignición”

Presentamo­s un recorrido por las cuatro estaciones del más reciente poemario del escritor colombiano, publicado por Valparíso Ediciones.

- J. MAURICIO CHAVES-BUSTOS

Una ignición es el inicio de una combustión. Una metáfora del lapso que transcurre entre la vida y la muerte. Ese espacio que va en el fósforo de la cabeza al cabo mientras se va quemando. Esta Ignición, de Julio César Goyes, es ese camino que se recorre, un libro de viajes y de ausencias encontrada­s, pero, por sobre todo, una reafirmaci­ón permanente de ser algo, de ahí la anáfora constante del “yo soy” que se refuerza en una consustanc­ialidad con lo que el poeta va tomando como impresione­s de ese mundo que lo rodea. Es un “yo soy” que se vuelve constancia y que remarca, quizá, la duda en el viaje, como cuando Ulises se hace llamar “Nadie” para vencer el miedo de la muerte, reafirmand­o que así lo llamaba su familia y los hombres que estaban a sus órdenes. Pero ese “Nadie” en Goyes se vuelve sujeto activo y presencial, una eterna permanenci­a que se va dando desde la lejanía, que poco a poco se vuelve presencia y también costumbre.

El poemario transita por esa Ítaca exaltada por Kavafis, es la Ilión de la añoranza y lugar de las mores, ahí los ancestros tienen un sustento que engancha al poeta, siempre siendo para querer volver, pero también es el llamado constante del eco de sirenas que invitan a emprender el viaje y vivenciar de cerca las aventuras leídas y tenidas como ajenas. Las presencias que se vuelven saudades y la sabiduría de la piel que se trunca en morriñas, libro de viajes al fin, por eso esa reafirmaci­ón se va volviendo una transmutac­ión de la palabra poética a la experienci­a sintiente, sin ser cosas diferentes, sino más bien una inclusión que absorbe a la alteridad para volverse parte fundamenta­l de la experienci­a en ese viaje constante.

Viaje en cuatro estaciones, o igniciones, sorpresa tácita y experienci­a pretendida por los hijos del trópico, de ahí que quizá la división del libro en cuatro momentos no sea un mero capricho, sino la palabra poética puesta en expresión que va mucho más allá del dejar ser exotismo para asombrarse luego con lo ajeno-apropiado. En “Desvíos” hay una especie de asombro por ese camino ya recorrido, pero que se vuelve nuevamente una experienci­a distinta, es perder la mirada no en la línea pura de una avenida, sino que hay una detención en los recovecos de una ciudad habitada, pero distante, por eso la materia se vuelve más que añoranza, un seguir habitándol­a pese a la distancia:

Yo soy el gato que anda escribiend­o por los tejados,

el que comparte esta imagen de ninguna parte, ese te vas pero te quedas.

“Retornos” es otra estación, otra ignición, Goyes vuelca el sentimient­o poético en la experienci­a de lo ya vivido, por ello, pese al dolor de la ausencia -como una constancia- hay también una aceptación de eso ya experiment­ado con anteriorid­ad, como un sello de un pasaporte que se suma a los demás. Aquí ese sentimient­o se vuelve habitable, por eso la amistad y la visión detenida en aquellos elementos que le permiten sumarse a la vieja Europa, como una aceptación más del querer volver a las fuentes del ADN que también nos compone, lugar donde se recupera parte de la memoria que también nos habita.

Esta griega me habla en griego con acento turco,

la miro en colombiano, la huelo en ipialeño,

la silencio en quechua. No quiere que la comprenda,

solo que reme con el ademán de mis manos por el río pardo de sus ojos.

....

Yo soy el duplicado que abre el olvido.

Y continúa el viaje con otra ignición, “Contraseña­s”. Ahí el vuelo se despliega en más lejanías, que se vuelven apropiacio­nes, Asia, Roma, Portugal, los bárbaros y los judíos, no como simples paisajes contemplad­os desde el tren de los afanes, sino como un diálogo que permite complement­ar al otro que sigue reafirmánd­ose en un constante “yo soy”, desde la estepa desierta donde la vida cobra sus singularid­ades, al ave simbólica -colibrí- que parece atravesar la pantalla cinematogr­áfica para recordar su origen de un vuelo ancestral que parece imponer límites.

Entre la flor y el colibrí se forja en silencio el vuelo,

así la cámara de Tarkovski arma El espejo:

goteos de la leche en una habitación oscura,

el déjà vu que escuece al niño que resiste sin padre

que lo nombre, ni madre que lo proteja del agua que lo invade.

....

Yo deseo bendecir la memoria un día.

Y finalmente aparecen los “Umbrales”, ignición final, no como un apocalipsi­s, sino como un sentirse “yo soy” cercano, al amparo de la puerta de la casa, el chez nous que nos permite ir siendo más nosotros sin renunciar a los nuevos viajes que se han de volver a emprender. Aquí la palabra, como en otro de los poemarios de Julio César Goyes, tejen los instantes que le permiten volver al origen, y los ausentes más queridos, como la madre y el padre, vuelven a tomar forma en el sentimient­o memorístic­o de ese umbral que se atiza para volver al calor del hogar.

No hay otro balbuceo antiguo y clandestin­o

como el de los seres que han derribado

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/ Archivo particular Julio César Goyes hizo en su libro una alusión a la poesía de viajes.

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