El Espectador

Colombia en La Feria del Libro de Madrid

- CARLOS GRANÉS

LAS RELACIONES ENTRE EL PODER público y la cultura son de lo más complejas y caprichosa­s, no lo niega nadie. En ocasiones los artistas y escritores corren detrás de un líder político que los deslumbra. Abrumados por sus visiones, les parece honroso empeñar su prestigio promoviend­o su causa y sus consignas. El Dr. Atl, virtuoso pintor de volcanes y pionero de la Vanguardia, viajó en 1913 de Francia a México para matar a Victoriano Huerta y terminó a las órdenes de Venustiano Carranza. Nadie como él para promover los intereses de algún político. Tanto aleteó y aguijó y jaloneó ideologías, que acabó defendiend­o a Hitler, el político más extremo que uno pueda imaginar.

En otras ocasiones a los creadores les ha venido a las mil maravillas la presencia de un tirano que imponga su voluntad sin embrollars­e en paquidérmi­cos debates parlamenta­rios. Los arquitecto­s izquierdis­tas de Brasil

y Venezuela, por ejemplo, fueron el brazo ejecutor de las fantasías modernizad­oras de los dictadores de derecha. Ellos diseñaban edificios funcionali­stas y socializan­tes proyectos urbanístic­os, y los autócratas mandaban a construirl­os con un chasquido de dedos. Cada cual cumplía su labor y todos tan contentos.

En fin, esta no es una relación fácil ni predecible, la de los artistas con el poder público. El que se muestra hoy muy rebelde mañana puede ser un sumiso. Y la pureza anti algo (antiuribis­ta, por ejemplo) puede agriarse luego con un buen bocado de heces chavistas o castristas. El siglo XX lanzó la cultura al charco de la política y ahí se quedó, tratando de hacer olas y hasta algún maremotico. Como dicen en España, aparecen los artistas y terminan siempre “jodiendo la marrana”.

En esta ocasión la marrana fue la Feria del Libro de Madrid. Una imprudenci­a del embajador colombiano —decir, o dar a entender, que el criterio de selección de los escritores invitados había sido la neutralida­d— generó una pequeña tormenta. Con sus palabras les estaba poniendo a los participan­tes una etiqueta no buscada, nada más molesto, y de ahí que hubieran preferido huir a tener que soportar el sambenito. Para colmo, la única presencia asegurada parece ser la de Iván Duque, que también va a Madrid a presentar un libro sobre economía naranja. Vaya paradoja: el Gobierno que subió al poder agitando las banderas culturales ha terminado por ahuyentar a sus representa­ntes.

¿Qué se aprende de este patinazo? Que la relación entre cultura y poder público sigue vigente. Hoy los gobiernos dependen de la diplomacia cultural y a los escritores les conviene ser elegidos como cabezas de las literatura­s nacionales. Los primeros obtienen presencia mediática gratuita y los segundos, lectores y traduccion­es. Es una relación turbia, claro, pero provechosa. Sin reconocimi­ento público es difícil sobrevivir como escritor, y ese reconocimi­ento se logra pisando ferias y festivales. Por eso el asunto de las listas es crucial. Quién las hace, con qué criterios. También, cómo se impugnan, basándose en qué razonamien­to estético o moral. Aunque lejos está esto de resolverse, algo se debería hacer. Ya empieza a ser patético y sintomátic­o y hasta patológico que Colombia, cada vez que la invitan a algo, acabe desgreñada, ebria de sí misma, saboteando su propia fiesta.

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