El Espectador

Una biblioteca llamada La Alegría

- CLAUDIA MORALES* *Periodista. @ClaMorales­M

CUENTA LA ESCRITORA IRENE VAllejo en El infinito en un junco que la mente megalómana de los reyes de Egipto en el siglo III a. C. fue la que logró “el sueño de juntar todos los libros del mundo sin excepción en una biblioteca universal”.

Entra entonces Ptolomeo en la escena de la investigac­ión de Vallejo, porque fue él quien convirtió a Alejandría en el centro más importante del Mediterrán­eo, entre varias cosas, porque “destinó grandes riquezas a levantar el Museo y la Biblioteca” de la ciudad. Con ese lugar de libros se “hizo realidad la mejor parte del sueño de Alejandro (Magno): su universali­dad, su afán de conocimien­to, su inusual deseo de fusión. En los anaqueles de Alejandría fueron abolidas las fronteras, y allí conviviero­n, por fin en calma, las palabras de los griegos, los judíos, los egipcios, los iranios y los indios”.

Demetrio de Falero recibió el encargo de organizar la Gran Biblioteca e “inventó el oficio, hasta entonces inexistent­e, de biblioteca­rio”. Irene Vallejo descubrió que Demetrio

ya tenía experienci­a con la biblioteca de Aristótele­s y así fue como comprendió “que poseer libros es un ejercicio de equilibrio sobre la cuerda floja… una arquitectu­ra armoniosa frente al caos… la guarida donde protegemos todo aquello que tememos olvidar”.

Ahora los invito a viajar desde esa antigua Alejandría hacia Tolú, en Sucre. En ese municipio no hubo reyes que rebanaran cuellos o estafaran para tener un libro anhelado, pero sí existen dos mujeres que sin cajones de oro y con toneladas de amor lograron crear una biblioteca llamada La Alegría.

Ellas son Carmen Antonia Ozuna, nacida en Tolú, e Irene Vasco, escritora bogotana. Carmen tuvo tres hijas y cuenta que cuando eran pequeñitas tenían dificultad­es para hacer tareas por la falta de acceso a los libros. Ella y su esposo estaban convencido­s de que nada era más importante que la educación de sus hijas, así que con esfuerzo decidieron comprar libros. Eso significó que a su casa empezaron a llegar todos los niños de la vereda El Francés, donde siempre han vivido, para hacer los deberes escolares y, en muchos casos, para aprender a leer.

Eso fue hace 21 años. Un día por ese entonces, Irene Vasco, cuya familia tenía una casa en la vereda, se acercó a Carmen, le preguntó qué hacía y quedó fascinada y comprometi­da a ayudar. Así fue como entre las dos y con los recursos de la comunidad construyer­on hace diez años la biblioteca La Alegría. “Niños que solían ir a la biblioteca ya son profesiona­les; muchos de ellos no sabían leer y yo les enseñé”, afirma Carmen y con orgullo dice que también le enseñó a su esposo: “Él sabía construir una casa, pero nunca había ido a la escuela”. Roberto tenía 43 años cuando descubrió, de la mano de su amor, la magia de leer.

La Alegría es un lugar de dos pisos, tiene cerca de 4.000 libros, seis computador­es y servicio de internet. Eso es notable, ¿pero saben qué es lo más hermoso? La biblioteca está siempre abierta, aun cuando Carmen —que la administra— no está porque trabaja en otros oficios. Los niños y los adultos tienen tal sentido de apropiació­n que la cuidan como una extensión de su propia vida.

“Yo hago esto por amor”, señala Carmen, “aquí hay muchas familias donde no saben leer ni escribir y no pueden ayudar a sus niños. Con lo que hago en la biblioteca sé que puedo contribuir con la comunidad”.

Entre la biblioteca de Alejandría y La Alegría han pasado siglos; sin embargo, una cosa en común tienen: en ellas se han puesto “los cimientos de nuestro mundo”, como reza El infinito en un junco.

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Cuento de aventuras
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