El Espectador

Adiós a Cecilia

- MAURICIO GARCÍA VILLEGAS

ESTA SEMANA MURIÓ EN MEDELLÍN Cecilia Faciolince de Abad a sus 95 años de edad. La conocí hace muchos años, cuando era un niño, en su casa del barrio Laureles. Nos hicimos amigos mucho después, a finales de los años 80, cuando yo estaba terminando una tesis de doctorado y Cecilia me ofreció la oficina de su marido recienteme­nte asesinado, Héctor Abad Gómez. Allí trabajé durante un año y nuestra amistad se fue construyen­do en los almuerzos, hablando de política, de nuestras familias y de lo triste que se estaba volviendo este país de tristezas. Desde ese momento y hasta el martes de esta semana, cuando su cuerpo fue incapaz de respaldar sus ganas infinitas de seguir viviendo, mantuvimos una relación bellamente ambigua en la que ella, con toda naturalida­d, intercambi­aba su rol de amiga por el de madre putativa y yo hacía lo propio, pasando del amigo al hijo adoptivo.

Hace tres años escribí un pequeño libro de biografías (Angosta, 2019) en el que hablo de ocho personas que conocí a lo largo de muchos años, algunas ya fallecidas, otras de una generación previa a la mía. Cuento sus vidas como un pretexto para hablar de sus virtudes. Una por cada biografía. Siempre tuve claro que en ese libro debía estar Cecilia, pero me costó mucho encontrar la virtud que se asociaba con ella. No porque tuviera pocas, sino porque tenía muchas y todas se juntaban. Ni sus hijos lograban ponerse de acuerdo al momento de escoger una. Finalmente descubrí que su verdadera virtud era el entusiasmo: sus ganas de vivir, de querer, de hacer proyectos, de resolver problemas, de festejar, de juntar a su gente y todo esto sin que el paso de los años, ni las dificultad­es, ni las tragedias apocaran ese ímpetu.

El entusiasmo es una fuente de felicidad; lo decían los filósofos de la Grecia clásica y lo dicen hoy los científico­s de la mente. Es algo así como una felicidad en acción, su verbo. En las empresas del mal también puede haber gente entusiasta, sin duda, pero es poco probable que allí prospere la felicidad y la razón es que nada contribuye tanto a que una persona sea feliz como el hecho de estar rodeada de afecto y reconocimi­ento. Puede haber excepcione­s, pero esa es una regla relativame­nte estable. Así pues, la tierra abonada de la felicidad es la bondad. Por eso los griegos decían que el entusiasta es alguien que tiene un dios bueno incrustado en el alma, un dios que lo acompaña y lo alienta.

Cecilia siempre tuvo una necesidad imperiosa de amar a los miembros de su familia. En ello ponía lo esencial de su entusiasmo. Quienes por alguna razón fuimos acogidos en su casa admiramos, y hasta envidiamos, esa tribu compacta (casi 50 personas) de gente dichosamen­te amarrada por sus afectos. En la ceremonia religiosa de su entierro uno de sus nietos dijo que el talento de su abuela consistía en hacerle creer a cada uno que era su favorito. Luego, el sacerdote que celebraba la misa dijo algo con lo que estoy de acuerdo: más que hacerle creer a cada nieto que era su preferido, para ella cada nieto era, de hecho, su preferido. Los que fuimos amigos o adoptados por esa familia sentíamos lo mismo y ella también sentía lo mismo.

Tal vez ahora sepan por qué me costó tanto trabajo encontrar una sola virtud para caracteriz­ar a Cecilia. Porque en las personas de su estirpe el amor, el entusiasmo y la felicidad son como imanes que se atraen y se funden. Y cuando esas personas se nos mueren, nos vamos un poco con ellas.

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