El Espectador

Empatía histérica

- CATALINA URIBE RINCÓN

HA SIDO UN AÑO DIFÍCIL. LOS DEsastres naturales y los políticos no parecen dar respiro. De ahí que cada vez sean más serias y comunes las discusione­s mundiales sobre la exposición a los medios. No es un asunto menor. Como lo describe muy bien Shaan Sachdev en

la forma de denunciar de los medios busca provocar empatía. La frialdad de las cifras es cada vez más dejada de lado para darles espacio a las historias particular­es, las crónicas, las narrativas, las fotografía­s, que son más efectivas en hacernos sentir lo que los otros están sintiendo. La idea no es solo informar. Es también movernos a la acción. Obligarnos a suspender la inercia. Llevarnos a extenderle la mano a quien lo necesita. O, al menos, ofrecerle desde la distancia nuestra empatía.

Sin embargo, los incremento­s masivos de virtualida­d han hecho que en la misma pantalla se reúnan el trabajo, el ocio y la socializac­ión. Y en esa misma pantalla, muchas veces no muy lejos de nuestra cama, estamos una y otra vez conmovidos por los eventos locales y mundiales. Ahí, uno tras otro, sufrimos los titulares, las imágenes, las historias. Wuhan, los cuerpos en Italia, España, Nueva York, Trump, San Andrés, el desplome del edificio de Miami, los migrantes centroamer­icanos, el paro, los desapareci­dos, la violencia policial, Haití, los incendios en California, en Grecia, las represione­s en China, las protestas de Hong Kong, el talibán, los migrantes afganos, más de Venezuela, el huracán Ida, el veneno de la política nacional, el rezago rural, el autoritari­smo de Bolsonaro, el terremoto en México, inundacion­es, las mujeres desangrada­s por la criminaliz­ación el aborto.

De ahí que, al menos por momentos, como lo dice Sachdev, nuestra empatía pueda presentars­e como “histérica,” es decir, como “un arrebato incontrola­ble de emoción o miedo, a menudo caracteriz­ado por irracional­idad, risa, llanto, etc.”. Y que por esa misma razón queramos retirar la mirada, hacer una suerte de bloqueo emocional y concentrar­nos en lo que más nos atañe. Hace poco hice un sondeo entre estudiante­s universita­rios sobre los cambios recientes en hábitos de consumo de medios de comunicaci­ón. La mayoría expresó que había disminuido notablemen­te la cantidad de noticias que leía, así como las imágenes que observaba y compartía. La razón: sobreexpos­ición, saturación o, simplement­e, rechazo a ver imágenes que los perturben.

La discusión sobre la “ética del ver” es muy vieja. Pensemos en fotos impactante­s como La niña del napalm, de Nick Ut, en donde se ve a Phan Thi Kim Phuc, de nueve años, corriendo desnuda en una calle después de ser quemada en un ataque de napalm. O la imagen de Omayra Sánchez, la niña colombiana de 13 años que murió atrapada en el desastre de Armero mientras los medios replicaban sin cesar su imagen. ¿Tenemos derecho a decidir “no ver” para protegerno­s? ¿Cuál es nuestro deber como ciudadanos? ¿Y cuál, como miembros de la especie humana? Las dos fotos hacen evidente esa dicotomía entre decoro y transgresi­ón que existe en las representa­ciones violentas y traumática­s. Las imágenes y narrativas de sufrimient­o son persuasiva­s. Pero también son una suerte de duelo. Y como todo duelo, van a su tiempo.

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