La indigencia de la física
«LA SITUACIÓN DE LA FÍSICA FUNDAmental es lamentable», asegura Carlo Rovelli, alto sacerdote del gremio: «La mecánica cuántica utiliza las antiguas nociones de espacio y tiempo refutadas por la teoría de la relatividad general, que utiliza a su vez las antiguas nociones de energía y materia refutadas por la mecánica cuántica».
Rovelli tiene razón. Es difícil imaginar una divergencia teórica más intrincada, ni dos concepciones del universo más antagónicas: en efecto, la mecánica cuántica opera a escala atómica, en espacios rígidos y homogéneos, y discurre en un tiempo absoluto que fluye como el río de Heráclito. En cambio, el espacio de la relatividad es plástico y relativo su tiempo. Mientras que en la cuántica un electrón puede saltar de un nivel a otro sin pasar por los puntos intermedios, la relatividad presupone la continuidad del mundo. El universo de Einstein y el de Planck solo se parecen en que son contraintuitivos: en ambos, la sensata lógica de Aristóteles naufraga sin atenuantes.
Repasemos el camino que nos llevó a tan «lamentable» situación.
El estudio de la física y la astronomía moderna empieza con dos proposiciones de Anaximandro: la Tierra es un guijarro que flota en el espacio; las cosas no caen hacia abajo, caen hacia la tierra (¡una definición perfecta de «abajo» en el siglo VI antes de Cristo!).
La física, la astronomía y el universo habían empezado 13.700 millones de años antes mediante un estremecimiento de la Nada en ningún momento y en ningún lugar, suceso que daría lugar a la aparición de estrellas, carbono, piedras, agua, bacterias, flores, peces y pájaros, es decir, un metamilagro que ninguna persona sensata puede admitir. El otro Génesis, la posibilidad de que el big bang sea el estallido de la cólera de Dios, harto ya de siete eternidades ociosas en el agujero negro de Su Inmensa Soledad, requiere dosis altas de una virtud teologal muy escasa, la fe.
Veintidós siglos después de Anaximandro, Newton convirtió el universo en un palacio de precisos cristales, un orden numérico tan sencillo que lo entendían incluso los hombres de letras. Pero había serias fisuras en sus tres pilares: la lógica aristotélica, la geometría euclidiana y la filosofía kantiana, y Einstein tuvo que introducir ajustes muy precisos en la mecánica newtoniana. Esto, en lo que toca al universo estelar. A escala atómica, Planck demostró ecuaciones francamente heréticas y el universo dejó de ser un mecanismo de relojería para convertirse en un pensamiento sofisticado, el eco de una onda, la sombra del número.
Ahora la tarea consiste en conciliar la relatividad general y la mecánica cuántica; establecer una explicación cuántica de la gravedad relativista. Hay dos hipótesis: la primera está inscrita en la teoría de cuerdas, una ambiciosa empresa que busca explicar no solo la gravedad sino también unificar las cuatro fuerzas (electromagnética, gravitacional, nuclear fuerte y nuclear débil) en una «teoría final de todo». La otra es la teoría de los bucles, construida sobre la idea de que también el tiempo y el espacio son discontinuos. No la explico en detalle aquí por falta de espacio… en mi cabeza, se entiende.
Los físicos siguen a la búsqueda de la entidad más esquiva de la historia de la ciencia, el gravitón, mitad fantasma, mitad bosón, una partícula que sirve de vehículo a la fuerza más débil, la gravitacional, y que sería, de paradojal manera, la responsable de mantener a los planetas en sus órbitas, a los soles en sus constelaciones y a las galaxias en sus murallas o filamentos.
El bosón también sería el responsable de ese perpetuo reclamo de la tierra que termina jorobando las espaldas de los viejos.