El Espectador

El 11 de septiembre de 2001 ha terminado

Dos horas y dieciséis minutos fueron el primero de los varios traumas que este siglo va acumulando y que han durado, prácticame­nte, veinte años como el gran recuerdo de nuestro tiempo.

- MIGUEL BENITO LÁZARO * @mbenlaz * Historiado­r e internacio­nalista.

Hay momentos que duran una eternidad. Que duran mucho más de lo que duran. Que se hacen recuerdo perpetuo y, por tanto, son momentos constantem­ente presentes y actuales. Hasta que dejan de serlo. Hay imágenes que se convierten en un paisaje mental indeleble. Fotos fijas que se instalan en nuestra cabeza y con frecuencia reaparecen. Y hay momentos en los que nuestras historias se chocan con la historia y generan ese recuerdo singular que impregna un hecho de sentimient­o. Así, la aspiración de análisis, como actividad racional, se liga con las emociones ante lo vivido. Todo eso pasó con el 11 de septiembre de 2001.

La larga duración del acontecimi­ento: el 11S fue un instante y, a la vez, una eternidad. Una jornada llena de momentos inacabable­s. Un bucle de estampas breves y aplastante­s, que para la mayoría de nosotros ha sido una sucesión de imágenes con el logo de alguna cadena de televisión.

Television­es que mostraron la humareda que brotaba de la torre norte del World Trade Center. El desconcier­to. Conexiones en directo. Y a los veinte minutos quedó claro que no había sido un accidente. El segundo avión, el 175 de United Airlines, embistió contra la torre sur. El shock. El presidente George W. Bush, en un acto en una escuela, recibía la noticia de que se estaba produciend­o un ataque. Una escena diseñada para mostrar a un presidente bonachón rodeado de colegiales, a los que lee un cuento, se convirtió en una metáfora cruel. Somos como niños indefensos y el único que sabe lo que pasa es el adulto en la habitación, que nos lee un cuento mientras trata de aparentar que no pasa nada.

Treinta minutos y más humo en nuestras pantallas. Pero no salía de Nueva York ni de ningún rascacielo­s, sino del Pentágono, contra el que otro avión acababa de embestir. Y las imágenes volvían a Nueva York, donde algunas siluetas saltaban desde las torres, sin esperanza. El tiempo seguía avanzando, congelado, y tras otros veinte minutos, la torre sur del World Trade Center se desplomó.

Un nuevo avión cayó; los restos del vuelo United 93 estaban diseminado­s en mitad de un campo de Pensilvani­a. Los pasajeros y personal de cabina posiblemen­te salvaron el Capitolio. Y a las 10:28 a.m. la torre norte colapsó y desapareci­ó. Habían pasado dos horas y dieciséis minutos desde que el vuelo 11 de American Airlines, el que impactó en la torre norte, había sido secuestrad­o. Y aunque al día aún le quedaban horas, el 11 de septiembre de 2001 había terminado. Todo había pasado en la pantalla. Solo quedaba volver a ver. Una y otra vez. Y el mundo se familiariz­ó con los nombres de Osama bin Laden y Al Qaeda. Y todos miramos hacia Afganistán.

Esas dos horas y dieciséis minutos inauguraro­n el siglo XXI. Esas dos horas y dieciséis minutos fueron el primero de los varios traumas que este siglo va acumulando. Esas dos horas y dieciséis minutos han durado, prácticame­nte, veinte años como el gran recuerdo de nuestro tiempo. Porque la pandemia del COVID-19 o la crisis financiera de 2008 no se pueden quedar en nuestro cerebro del mismo modo. El 11S fue un acontecimi­ento que se desarrolló durante dos horas y dieciséis minutos, pero que acaba de terminar. Lo ha hecho casi a tiempo de su aniversari­o, el 30 de agosto de 2021, con la retirada definitiva de las tropas estadounid­enses de Kabul, con esas imágenes tan a lo Saigón en abril de 1975. Termina con los talibanes gobernando Afganistán. Veinte años que no han sido nada. Dos horas y dieciséis minutos que lo han sido todo.

Guerra sin victoria: algunos dicen que el 11S es el día que lo cambió todo. Pero aquel día no fue el de la catarsis, fue el del trauma y lejos de determinac­ión ha sido una fuente de desconfian­za en todo y en todos. Occidente se ha retraído. Desde el 11S se ha ido minando la confianza en sí misma y en la razón, hasta que la confianza solo parece posible dentro de tribus e identidade­s perfectame­nte homogéneas.

Contra el miedo, mostrar fuerza y no dudar. Así que la primera reacción fue contraatac­ar. Usar el instrument­o más poderosos y contundent­e conocido: las fuerzas armadas. Los yihadistas organizado­s en Al Qaeda, y en otro montón de grupos, y los talibanes, auspiciado­res de Bin Laden y los suyos y gobernante­s de Afganistán, el objetivo. Y del 11S nació una guerra, la guerra global contra el terrorismo.

Desde entonces ha habido atentados yihadistas en Madrid, Londres, Bombay, Irak, Siria, París, Abuya, Barcelona, etc. Porque la seguridad absoluta no existe y los terrorista­s necesitan muy poco para atacar; en realidad, solo la oportunida­d.

La desconfian­za general: con la continuida­d de los atentados por todo el mundo, la sensación de miedo no cesó. Se prolongó e integró en un discurso general de recelo. En el ámbito internacio­nal, el recelo y la desconfian­za han sido el trampolín para que se diseminen nuevos viejos nacionalis­mos.Y, poco a poco, la comunidad internacio­nal y sus institucio­nes han sido desafiadas por los que quieren cambiar el orden, potencias y actores internacio­nales revisionis­tas que aspiran a desatarse del derecho internacio­nal y moverse solo por su poder e interés, para volver a jugar a la política de grandes potencias.

La erosión de la democracia: desde el 11S, en los ámbitos internos, ha habido un creciente número de ciudadanos que ha empezado a desconfiar de la eficacia y las motivacion­es de sus propios Estados. El irracional­ismo se fue haciendo un hueco y hoy se expresa en boca de terraplani­stas y antivacuna­s.

Pero los Estados también desconfían de los ciudadanos. Los gobiernos prometiero­n seguridad, pero la seguridad tiene un precio: el control, porque el terrorista puede ser cualquiera. La tensión seguridad-libertad se ha desequilib­rado a favor de la primera. La vigilancia se ha centrado en el desarrollo de software de reconocimi­ento biométrico y en la intercepta­ción de las comunicaci­ones, porque hoy, más que nunca, la informació­n salta de pantalla en pantalla.

El 11S: cuando todo está en una pantalla: el 11S tal vez fue el canto del cisne de las cadenas de televisión. Ver lo que pasaba en directo, en shock y sin palabras, acrecentó la necesidad de ver inmediatam­ente y de verlo todo. Hoy el mundo sin internet, incipiente en 2001, es inconcebib­le. Y es que, desde el 11S de 2001 han pasado muchas cosas y, a la vez, solo ha pasado una cosa: el propio 11S. Sin catarsis, sin victoria y con democracia­s más desconfiad­as amanece el 12 de septiembre de 2021; el día después del 11 de septiembre de 2001.

››El 11S se desarrolló durante dos horas y dieciséis minutos, pero acaba de terminar el 30 de agosto de 2021 con el retiro de EE. UU. de Kabul.

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/ Getty Images Varios estadounid­enses se reúnen en el monumento del 11 de septiembre, en Nueva York.
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