El centro de gravedad
Semblanza de Cecilia Faciolince de Abad sobre su papel determinante en la vida de Héctor Abad Gómez y su valiente aporte al feminismo en Colombia.
Quienes han leído El olvido que seremos” o han visto la película que hizo Fernando Trueba sobre ese libro, recordarán a Cecilia, la esposa de Héctor Abad Gómez, el médico y defensor de derechos humanos asesinado a finales de los años ochenta; recordarán su compostura, su belleza, su diligencia y su tristeza indecible con las tragedias que le tocó vivir; recordarán su espíritu firme y conciliador, su casa del barrio Laureles, su libreta de cuentas, sus manos impecables con las uñas pintadas de rojo, su agenda siempre cargada de tareas y el amor sin límite que tuvo por su familia. Pero en ese libro y en esa película, donde los protagonistas son otros, no se alcanza a ver todo lo que ella valía ni lo que representó para esa familia extraordinaria.
Cecilia nació en Bucaramanga en 1925. Su padre Alberto, ingeniero de profesión, murió en un accidente laboral cuando ella apenas tenía cinco años. Dos tíos suyos, sacerdotes y hermanos de su madre Victoria, se ocuparon de su crianza hasta que aquella se volvió a casar. Vivieron en Bogotá y Cartagena primero, y luego, cuando Cecilia ya era una niña grande, se trasladaron a Medellín. Al terminar el colegio tuvo su primer trabajo en la droguería Aliadas, como secretaria del gerente. En una ocasión, cuando su jefe iba a salir a la calle, le ordenó a Cecilia que fuera a traerle el bastón y el cubilete. Al enterarse su tío Joaquín, que ya era obispo, le dijo: “Ese no es un oficio para usted, mejor preséntele la renuncia”, y así lo hizo. Cecilia era de una belleza deslumbrante, que ella misma realzaba con su simpatía y su inteligencia. En Medellín, dice la gente que la conoció en esos años, “todos los hombres vivían enamorados de ella”. Pero Cecilia ya tenía sus ojos hipotecados con Héctor, el joven médico de Jericó (Antioquia), que era diferente de los otros, no solo porque había estudiado salud pública en Minnesota y era culto y apuesto, sino porque tenía el sueño de cambiar a Colombia con ideas simples de salud y tolerancia.
Se casaron y al poco tiempo se fueron a vivir a Washington, donde Héctor tenía un puesto en la Organización Mundial de la Salud. Después de unos años regresaron y él empezó a trabajar como profesor en la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia. Fueron llegando los hijos hasta completar seis y el sueldo de Héctor era modesto. Entonces Cecilia decidió crear una empresa de administración de edificios, la primera de ese tipo en Medellín, que pocos años después se convirtió en la más grande e importante de la ciudad. Allí solo trabajaban mujeres. Llegó a administrar 120 edificios, con 500 personas laborando en ellos, 120 revisores fiscales e igual número de juntas, de cuentas bancarias, de balances y de presupuestos. Tanta gente dependía de Cecilia, con las casi cuarenta mil personas que vivían en esos edificios, que ella era como la alcaldesa de un pueblo grande. Lo más difícil de su gobierno local eran las juntas de copropietarios, en las que tomaban asiento algunos señores ricos de Medellín, por lo general jubilados, que habían sido gerentes de empresas, algunos de los cuales, con su nostalgia del mando, ponían problema por todo, entre otras cosas porque no soportaban que una mujer dispusiera de sus asuntos (“mejor ocúpese de su hogar”, parecían decirle), menos aún cuando era la esposa de alguien que, murmuraban, era un médico socialista de la Universidad de Antioquia.
Al ver la cantidad de dificultades que Cecilia tenía que enfrentar en su trabajo, sobre todo cuando llegaba la hora de las juntas, Héctor y sus hijas le propusieron que vendiera el negocio. Pero ella nunca quiso renunciar y, por el contrario, elogiaba todo lo bueno que habían conseguido con su empresa y la cantidad de mujeres que dependían de ella. Por eso siguió al frente hasta ya muy entrada en los ochenta años, cuando fue relevada por una de sus hijas. Por esos años, con el cuerpo debilitado, pero con la lucidez de siempre, publicó Las recetas de
mis amigas, un libro hermoso en el que las recetas son también un pretexto para hablar de la gente que quiso.
Cecilia era feminista sin saberlo y mucho antes de que el feminismo fuese visible en Colombia. Nunca se creyó el cuento de que por ser mujer debía ceder su opinión o su voluntad ante los hombres. Con un temple de hierro, siempre manejado con diplomacia e inteligencia, logró salir adelante en un mundo concebido y manejado por hombres y en el que todavía se pensaba que aquello era normal.
Todos los grupos sociales tienen un talante, una manera de ser y de ver el mundo. Las familias y sobre todo las familias grandes, caen bajo esa regla. Son como pequeños países, con una identidad propia, generalmente inculcada por los padres. He sido un observador externo de la familia Abad Faciolince durante cinco décadas y esa condición me permite decir que Cecilia siempre fue el centro de gravedad de ese grupo familiar, la persona que le infundió el alma colectiva que hoy tiene y que hizo posibles muchos de los logros conseguidos por sus miembros, entre ellos los de su marido y los de su hijo.
Los buenos actores conocen a sus personajes mejor que nadie. Por eso, si lo que he dicho de Cecilia les parece sesgado por el afecto, que lo es, esta es la descripción que hizo de ella Patricia Tamayo, la actriz que la representó en la película de Trueba: “El amor sin límites, la templanza, la firmeza, la conciencia de su alrededor, la delicadeza, la elegancia, la generosidad, la sonrisa eterna, las manos más hermosas del mundo, el sentido del humor, su voz frágil y cálida, la tranquilidad de haber vivido muy bien vividos sus años, el amor infinito por sus hijos, la claridad de sus posturas políticas y sociales, su determinación”.
Algún día Cecilia será un olvido, como lo seremos todos. Pero por ahora, y a mi juicio por mucho tiempo más, su recuerdo perdurará en la memoria de muchos.
››Cecilia era feminista sin saberlo y mucho antes de que el feminismo fuese visible en Colombia. Nunca se creyó el cuento de que por ser mujer debía ceder su opinión o su voluntad ante los hombres.