La arrogancia del poder hace daño a las instituciones
CUANDO EL PODER POLÍTICO SE ejerce a partir de los egos y la arrogancia sufren las instituciones. Después del fracaso del Ministerio de Tecnologías de la Información y Comunicaciones (Mintic), con un contrato para la instalación de puntos de internet en colegios, la ministra Karen Abudinen renunció justo antes de ser censurada en el Congreso. En el proceso, ella, el presidente de la República y los miembros de la coalición de gobierno dejaron una serie de frases y actitudes que envían un mensaje perverso: la política en Colombia se ha convertido en un juego personalista en el cual el bienestar del país no es una prioridad. Igual que con el nombramiento de Alberto Carrasquilla en el Banco de la República, la administración de Iván Duque parece dispuesta a notificarnos que los errores que cometen sus funcionarios no merecen consecuencia alguna.
Un Gobierno atrincherado en sí mismo no es cosa nueva, eso está claro. Cuando en El Espectador le preguntamos al presidente Iván Duque por el nombramiento de sus amigos y funcionarios en los entes de control, su respuesta fue recordar que algo similar hizo Juan Manuel Santos. Y es cierto. De hecho podríamos irnos más atrás y encontrar cómo los presidentes defienden a sus ministros, sin importar que haya razones para exigirles responsabilidad política. En Colombia los poderosos no renuncian por honor y respeto, sino porque se les acaba el respaldo.
Alberto Carrasquilla tuvo un paso conflictivo y torpe por el Ministerio de Hacienda, al punto que su propuesta de reforma tributaria desencadenó en una de las protestas más fuertes en la historia reciente. Renunció, supuestamente, como reconocimiento del fracaso, pero a los pocos meses fue nombrado en la junta del Banco de la República. Un proceso similar al de la ministra Abudinen que, pese a la negligencia evidente en su gestión, se atornilló al cargo bajo la extraña tesis de que responsabilidad política no es aceptar el error y dar un paso al costado, sino quedarse indefinidamente. Su discurso retador en el Congreso, entre sonrisas y apelaciones al orgullo barranquillero, quedará como muestra representativa de este fenómeno.
El problema es que la actitud desafiante, casi colegial, viene desde el cargo más importante del país. El presidente Iván Duque dijo: “El plato favorito de los colombianos es comer ministro al horno. Creen que los problemas en Colombia se resuelven es con que alguien ponga la cabeza”. Esa caracterización es inaceptable. Exigir una renuncia como acto de respeto a los colombianos, a los recursos públicos y a la legitimidad de las instituciones no es un acto folclórico, sino lo mínimo que puede exigirse en una sociedad democrática. ¿Eso soluciona los problemas? Claro que no, pero sostener tercamente a un funcionario que ha demostrado negligencia y está bajo la sospecha tampoco. Lo que sí se consigue con renuncias a tiempo es decirles a los colombianos que por encima de egos y ambiciones personales está la legitimidad de nuestras instituciones.
Este no es un asunto trivial. Un Estado democrático para sobrevivir necesita dejar claro que nadie está por encima de las reglas. Eso pasa por reconocer que todos los funcionarios son servidores del país y de los colombianos, son personas llamadas a cumplir con estándares de comportamiento superiores y son simples aves de paso que, si fallan, no deben protegerse a costa del Estado. Los gobiernos que dan ejemplo fortalecen la democracia. Los que no, aumentan la desconfianza.
‘‘En Colombia los poderosos no renuncian por honor y respeto, sino porque se les acaba el respaldo de los aliados de quien gobierna”.