El Espectador

Una marca de nacimiento

- SORAYDA PEGUERO ISAAC sorayda.peguero@gmail.com

—AHORA TU SOBRINA DICE QUE QUIEre escribir. ¿Qué te parece?

—No entiendo cómo ha podido ocurrir semejante tragedia.

—Deja el relajo y acepta tu responsabi­lidad en este drama.

—Nosotras somos hermanas, pero no de sangre. Esto no tiene nada que ver con genes.

—Pero eres apoyadora de primer orden. ¿Y ese libro que le regalaste en Navidad? —¿El de Louisa May Alcott?

—Ese mismo. Voy a empezar a leerlo. —¿Tú?

—Así boto unas cuantas libras. Cuando lo estaba leyendo, a esa muchachita no le daba ni hambre. Hazme un favor, habla con ella. —¿Yo?

—Sí, tú. Explícale la realidad de la vida. Que piense que es hija única, que nosotros no somos ricos, que en este país cada vez se lee menos y que tiene un 90 % de posibilida­des de quedarse jamona, porque los jóvenes que escriben leen mucho y casi no tienen vida social. ¿Me estás oyendo?

Mis pensamient­os se fugan a un barrio de Bucarest. Lo primero que veo es un lazo de cinta azul. El pequeño Mircea lo tiene atado a un mechón de pelo que sobresale de su coronilla. Su padrino lo lleva en brazos. Es un carpintero que construye ataúdes a medida. Como el resto de la familia, está vestido con su traje más elegante y, como de costumbre, tiene un lápiz detrás de su oreja derecha. La ceremonia se celebra delante de la casa de los padrinos. Es una casa pintada de azul añil. En el techo de la entrada se erige la figura de un ángel de escayola, blanco como una aparición lunar. Para empezar, el sacerdote corta el mechón de pelo y se lo entrega a la mamá del niño con el lazo azul. El padrino interviene poniendo una bandeja a la altura de los ojos de su ahijado. Lo mira con ternura. Sus ásperas manos de carpintero acarician la parte de su cabeza en la que antes nacía el mechón. Sobre la bandeja se han dispuesto varios objetos: una muñeca, un vasito de vino, una espiga de trigo, unas tenazas, dinero. El niño debe elegir tres objetos que, de acuerdo con la tradición, definirán su destino. La madre ruega para que no escoja la muñeca. Si lo hace, será un hombre afeminado. Sufrirá toda su vida. ¿Y si prefiere el vasito de vino? ¡No! Que Dios nos libre de un borracho. El padrino observa las tenazas como si fueran un regalo esplendoro­so. Si su ahijado las alcanza, puede ser un distinguid­o maestro de obra. Pero, ¡ay!, la Divina Providenci­a, ¿o el ángel de nuestras sagradas vocaciones?, hace que, en ese preciso momento, el lápiz del padrino caiga sobre la bandeja. El niño se adueña de él. No quiere nada más. Aunque le cueste reconocerl­o, Mircea Cartarescu es escritor. “Todo lo que he escrito a lo largo de la vida lo he escrito, de hecho, con ese lápiz de carpintero que el destino colocó entre mis dedos desde el principio”.

—¿Me estás oyendo?

—El tiempo nos dirá si tu hija está eligiendo o aceptando su destino. —¿Cómo así?

—¿Recuerdas esas manchas que tienen algunos bebés en una nalga, el cuello o un tobillo? ¿Esas manchas que la creencia popular atribuye a que sus madres, durante el embarazo, sintieron un intenso deseo de comer algo que no pudieron saborear?

—¿Los antojos?

—No he conocido a ninguna criatura que haya elegido nacer con la marca del antojo materno. Un flaco que se dedicaba a escribir lo decía con su acento argentino: elegir no es lo mismo que aceptar.

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Moneditas de oro
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