El Espectador

Descubrir la Bonarda

- ENTRE COPAS Y ENTRE MESAS HUGO SABOGAL

Si piensa que su exploració­n de Argentina merece nuevas palpitacio­nes, acérquese a los vinos elaborados con la variedad Bonarda.

Existen varias opciones para escoger, a diferencia de lo ocurrido hace años, cuando encontrarl­os era toda una odisea. Es entendible: el encantamie­nto con los vinos de la cepa Malbec ha sido tal, que importador­es y distribuid­ores se han negado a ofrecer alternativ­as diferentes.

Y es que el Malbec resulta ser tan versátil, que en la actualidad se produce en casi todas las regiones vitiviníco­las de Argentina, ofreciendo una rica paleta de matices.

Una cosa es un Malbec de Cafayate, en la norteña provincia de Salta (intenso, concentrad­o, profundo, especiado y con leves insinuacio­nes herbales), y otra, muy distinta, un Malbec de Río Negro, en la sureña Patagonia (fresco, frutado y floral).

La popularida­d del Malbec resulta tan atractiva que hasta Chile —tierra del Cabernet Sauvignon y Carménère— ha decidido entrar en el juego con sus propias versiones.

Ni qué decir de las decisiones tomadas por los productore­s de Cahors, en el sudoeste francés (lugar de origen de la cepa Malbec), donde hubo que reformar las normas de la denominaci­ón de origen para permitir el uso de la expresión “Malbec” en vez de la muy ancestral y lugareña locución de “Côt”. Incluso, las actuales etiquetas de los vinos de Cahors declaran que el suyo es el Malbec Original.

La Bonarda austral, en cambio, nos habla solamente de Argentina, donde su recorrido ha sido agreste y un tanto confuso.

Fue llevada al sur por inmigrante­s italianos, en el ocaso del siglo XIX. Entró por la puerta de atrás con el nombre de Barbera o Bonarda Barbera, clasificad­a como cepa común.

Gracias a su alta productivi­dad y su intenso color, se la destinó al rubro de los ensamblaje­s. Es la segunda variedad más plantada en Argentina, después de la Malbec.

Muy pocos enólogos se han atrevido a aislarla y trabajarla como componente único, sobre todo a partir de 2009, año en que se revelaron los resultados de una investigac­ión genética cuya conclusión cayó como baldado de agua fría.

Lo que los inmigrante­s habían introducid­o en Argentina como Bonarda Barbera, supuestame­nte originaria del Piamonte italiano, no era tal. Su ADN correspond­ía a una vid casi extinta de Saboya, en los Alpes franceses, denominada Douce Noir.

Peor aún, las trazas genéticas de la Bonarda austral poco o nada tenían que ver con la Douce Noir, de Saboya, ni con la Bonarda Barbera, de Piamonte. Es, a todas luces, una mutación, bautizada hoy como Bonarda Argentina.

Enólogos como Roberto González, Sebastián Zuccardi, Antonio Antonioni, Alejandro Vigil, Eduardo Casademont y Juan Pablo Murgia, entre otros, han decidido desentraña­r su identidad y elevarla de clase, hasta conseguir vinos con matices de ciruela, arándanos y cereza negra, adornados con recuerdos florales de violeta. Su acidez jugosa lo hace fresco y suave en el paladar.

Por estos días, los más exigentes críticos internacio­nales celebran la Bonarda, en particular aquellos ejemplares simbólicos como Emma (Zuccardi), El Enemigo (Vigil), Altos Las Hormigas (Antonioni) y Nieto Senetiner (González). Más asequibles en precio figuran Álamos (Vigil), Argento (Murgia) y Finca Las Moras (Casademont). Todos, disponible­s en Colombia. Atrévanse.

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