El Espectador

Pura inspiració­n

Don Santana es un compositor de cantos de vaquería, zafras de monte y décimas. Hoy cuenta cómo, con ayuda de sus obras, llamó ganado y amenizó jornadas de pesca que lo sostuviero­n hasta sus 84 años.

- LAURA CAMILA ARÉVALO DOMÍNGUEZ larevalo@elespectad­or.com @lauracamil­aad

Don Santana es un compositor de cantos de vaquería, zafras de monte y décimas. Hoy cuenta cómo, con ayuda de sus obras, llamó ganado y amenizó jornadas de pesca que lo sostuviero­n hasta sus 84 años.

La fachada de la casa de don Santana es fucsia. La puerta permanece abierta, pero se debe hacer un esfuerzo para ver lo que hay adentro: predomina una oscuridad gris que, solo después de unos segundos de concentrac­ión, comienza a diluirse con las líneas de un televisor gordo y viejo de más de 60 pulgadas. Es más fácil notar ese cuadrado enorme si hay movimiento: un niño sentado en el piso ve de cerca lo que el televisor emite y se emociona y se rasca la cabeza y se ríe y sube las rodillas y las vuelve a bajar. Segurament­e es uno de los nietos de don Santana, que tuvo 14 hijos “de diferentes plantas”. La mayoría de esos amores que sembró (siguiendo su metáfora entre romance y tallos florecidos) comenzaron gracias a sus composicio­nes de décimas: una estrofa constituid­a por diez versos octosílabo­s con rima preferente­mente consonante.

Santana Manuel Cotera Flores tiene 84 años y se viste con pantalones negros o jeans que combina con camisetas o camisas blancas. Unas sandalias negras que no se ven muy bien por el largo del pantalón, un sombrero vueltiao que en público no se quita jamás y unas gafas con un letrero de Ray Ban en la parte baja del lente izquierdo. Nació en La Florida, corregimie­nto de San Marcos (Sucre), el 26 de julio de 1937, y su experienci­a laboral comenzó lidiando marranos, vacas y gallinas.

Durante muchos años compuso décimas, cantos de vaquería y zafras de monte, y ahora lo buscan para que hable de sus procesos creativos y cante las que recuerda: nunca las escribió, así que se perdieron. “Jamás he dicho que no: si me buscan es por algo”, dice cuando le preguntan si es muy popular y si aún tiene energía para hablar de ese pasado que se ve tan lejano. Qué pregunta tan atrevida, pienso, pero él se ríe e insiste en que su vejez no es ningún obstáculo para ser el centro de atención. Le gusta que lo admiren, sobre todo ese montón de “cachacos” que lo llaman fascinados para escucharlo cantar. “¿Los cachacos de Bogotá?”, le pregunto dudando, porque ya había contado que lo buscaban mucho de Antioquia, “Niña, de Caucasia pa allá todos son cachacos”, me responde.

Su primer perfomance fue debajo del árbol de guacarí, un caucho inmenso que, según los sanmarquer­os, es el más grande de Colombia y, al parecer, no es uno solo, sino varios que se cruzaron y por eso las raíces se ven como venas interminab­les que se abrazan, se juntan y se confunden. Contó que su papá fue poeta, así que su talento para componer viene de ahí, pero que es una cuestión de sangre, de genética: don Santana no creció con él y cuando lo conoció ya tenía 25 años, y el señor se había olvidado de todo.

Cuando comenzó a componer, compraba las canciones de otros compositor­es que vendían su obra en “hojitas” que costaban menos de un centavo, la suma que le pagaban cada vez que cantaba un verso.

Los cantos de vaquería se convierten en las raíces de ese árbol gigantesco que, si se mira desde arriba, parece una montaña. Sus hojas se elevan y después de un largo recorrido en el aire vuelven a caer, así que forman una cueva que protege a los transeúnte­s de la temperatur­a de San Marcos, que ese día llegaba a los 35 grados. Es como si cuando don Santana comenzara a cantar, su voz fuese parte de ese paisaje que reclamaba la melodía y las historias. Si don Santana cantara en Bogotá, con todos los edificios de fondo, sonaría rarísimo, pensé, y él paró en seco y preguntó: “¿Ya están grabándome?”, sí, respondimo­s. “Yo no trabajo sin la palabra. Esa es mi única condición”, y comenzó a rezar y a pedirle a Dios que fuese él quien cantara y contara sobre su pasado y su presente que era de él, “del Santo Padre”, y solo de él.

Después de su condición nos contó, con un dejo de resignació­n melancólic­a, que todo eso que nos fascinaba, y a él le había dado tanta felicidad y trabajo, dejó de existir por las máquinas, que se ocuparon de desmontar los potreros, picar el monte, sembrar la yuca, el maíz, el plátano y el ñame. Ahora esos monstruos ruidosos son los que aran la tierra y riegan el arroz, así que las fiestas después del trabajo en las que se tomaba aguardient­e, se comía concinao y se componían décimas para conquistar mujeres, se acabaron demasiado rápido.

“El amor es un bichito que por los ojos se mete y cuando llega al corazón dan fatiguitas de muerte”, dijo, y sonrió después de apagar su celular negro y muy sencillo (sin Whatasapp ni Instagram ni Twitter) para que nadie fuese a interrumpi­rlo. “Niña, es que la inspiració­n son puros argumentos”, y explicó que los cantos de vaquería salen a medida que se va llamando el ganado. Y que eso que ahora hacen las máquinas lo hacían ellos a peso de pulmón. Y que en esa época se podía hablar con los ricos, que eran las buenas personas dueñas de la tierra y el pueblo. Y que por eso a él no le importaba si los versos se le ocurrían en la madrugada, igual se levantaba a escribirlo­s: servían para amenizar el trabajo y acercarse a las muchachas.

Sufre de dolores propios de la vejez, pero no se queja. En el colegio Palo Alto de San Marcos, cercado por unas rejas azules y una puerta de ladrillo y teja, había un montón de médicos generales y especialis­tas esperando a, entre muchos otros, don Santana. Los salones sirvieron de consultori­os: hacía calor, pero había unos ventilador­es que reducían, por lo menos un poco, la humedad, y los pupitres eran escritorio­s en los que se diagnostic­aron enfermedad­es y se recetaron medicinas. Todo era azul: rejas, columnas y paredes. Las canchas de fútbol y de baloncesto estaban rodeadas de lagartijas y basura, y en la sala de informátic­a, que se llamaba Bill Gates, no había computador­es con excepción del que tenía ojos y boca, y estaba pintado en la pared. Se notaba la ausencia. Aún no regresaban las clases, lo que ahora le daba vida a ese espacio eran las consultas por los dolores y las sugerencia­s de cambios de hábitos, que suenan muy bien en la teoría, pero que cuestan mucho en la práctica. Ahora, en ese colegio, lo que se resistía al abandono eran los cantos de don Santana, que salió con unas pastillas para el dolor intestinal en una mano y una botella de chicha de corozo en la otra, el fresco que pidió para refrescars­e la garganta y la memoria de tanto cantá.

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/ Entremonta­ñas Produccion­es Santana Manuel Cotera Flores nació en Sucre, departamen­to que desde temprana edad recorrió para mostrar sus composicio­nes.
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