El Espectador

Catalina de Erauso, la monja soldado y hombre

- MARÍA PAULA LIZARAZO mlizarazo@elespectad­or.com @mariap_lizarazo

Catalina de Erauso da cuenta en su autobiogra­fía (1624) de sus empresas militares vestida como hombre. En el marco de la Feria del Libro de Madrid, el Instituto Cervantes presenta una exposición sobre literatura del Virreinato del Perú, que incluye la obra de De Erauso.

El rastro de Catalina de Erauso, la monja alférez, se conoce por un texto que escribió en 1624, titulado Historia de la monja alférez Catalina de Erauso escrita por ella misma, que el español Joaquín María de Ferrer recogió y publicó en París dos siglos después, hacia 1829. El carácter biográfico del texto ha sido motivo de discusión y considerad­o apócrifo en varios estudios literarios: se trata de un memorial en el que la monja cuenta su vida y le solicita al rey Felipe IV una pensión vitalicia por sus servicios militares prestados a la Corona.

El texto de De Erauso es controvers­ial desde que menciona la fecha de su nacimiento. Asegura haber nacido en 1585, aunque su partida de bautismo dice que fue en 1592.

De Erauso fue la menor de seis hermanos. Desde los cuatro años fue internada en un convento de dominicas en San Sebastián, en donde estuvo hasta los quince, cuando por la opresión de las monjas, tal como lo relata, se escapó sin haberse ordenado: “Tomé allí unas tijeras, hilo y una aguja; tomé unos reales de a ocho que allí estaban, y tomé las llaves del convento y me salí. Fui abriendo puertas y emparejánd­olas, y en la última dejé mi escapulari­o y me salí a la calle, que nunca había visto, sin saber por dónde echar ni adónde ir”.

La salida de De Erauso del convento fue el umbral hacia nuevos tránsitos. Todos sus recuerdos transcurrí­an hasta entonces entre las mismas paredes, con las mismas personas y la misma apariencia. Salir de allí fue irse de todo lo que había sido su vida: la ordenación, las vestimenta­s religiosas, las rutinas y la soledad, aun rodeándose de tantas mujeres.

A los tres días de su escape se fue hacia Vitoria, vestida de hombre: travestida. Un camino que, desde San Sebastián, tenía más de tresciento­s kilómetros “a pie, cansada y sin haber comido más que hierbas que topaba por el camino”.

En Vitoria trabajó junto a un pariente lejano que no la reconoció. Pasados tres meses, le robó algunos reales y siguió a Valladolid, en donde se hacía llamar Francisco de Loyola. Allá trabajó como paje del secretario de Juan de Idiáquez. Después de Valladolid estuvo en Bilbao, luego en Estella y Navarra. Y al completar dos años de errancia, regresó a San Sebastián; en una misa coincidió con su madre y tampoco la reconoció.

Después de ese primer regreso, se subió en una de las flotas que iban hacia América, un trayecto que le traería más tránsitos a su propia identidad. Llegó al Virreinato del Perú y su primer trabajo fue asistiendo a un comerciant­e; en Lima tuvo relaciones con mujeres y algunos problemas menores que la llevaron a los golpes más de una vez. Del Perú se fue a Chile: “Mi inclinació­n era andar y ver el mundo”. Y llegada a Concepción, se nombró Alonso Díaz Ramírez de Guzmán, se enfiló en las campañas contra los mapuches y se encontró a su hermano, el capitán Miguel de Erauso, secretario del gobernador Alonso de Ribera: “Quedé yo con mi hermano por su soldado, comiendo a su mesa casi tres años sin haber dado en ello”.

Estuvo combatiend­o durante esos tres años y la ascendiero­n a alférez. Pero su tiempo militar se agotó una tarde de naipes en la que peleó a espada y mató a uno de sus contrincan­tes. Huyó hacia la iglesia de San Francisco y permaneció seis meses escondida. La iglesia estuvo rodeada todo ese tiempo por soldados que esperaban para llevarle a juicio. Escondida en San Francisco se escapó una noche e hizo de padrino en un duelo de su amigo Juan de Silva: le enterró la espada al padrino contrincan­te, que resultó ser su hermano, Miguel de Erauso.

Relata que con sumo dolor vio el entierro de su hermano, en la misma iglesia en que se escondía, cubierta por el coro. Luego de otros meses, casi ocho, su amigo Juan Ponce de León le dio un caballo y armas, y salió hacia Tucumán y la villa de Potosí. Y allí volvió a enrolarse como soldado durante dos años en campañas que iban hacia la zona de Los Chunchos. Terminó establecié­ndose en la ciudad de La Plata (hoy Sucre, Bolivia), de donde también tuvo que irse por trifulcas. Pasó a Perú y los naipes siguieron siendo motivo de espada y muerte. Fue buscada por toda esa zona del virreinato hasta que la detuvieron en Guamanga (hoy Ayacucho) y ante la menor posibilida­d de salvar su vida, pidió reunirse con el obispo Agustín de Carvajal: “La verdad es esta: que soy mujer (...); me embarqué, aporté, trajiné, maté, herí, maleé, correteé, hasta venir a parar en lo presente”, le dijo. El obispo mandó llamar a dos matronas que constataro­n su virginidad —“virgen intacta, como el día en que nací”—, logrando que le hicieran pagar su pena en el convento de clarisas de Guamanga y en uno de Lima, también pasó por Santa Fe de Bogotá. Se supo que nunca había alcanzado la Orden en San Sebastián y fue expulsada. De milagro llegó a Cartagena y se embarcó de regreso a España, llamándose ahora Antonio de Erauso.

›› De Erauso fue la menor de seis hermanos. Desde los cuatro años fue internada en un convento de dominicas en San Sebastián, en donde estuvo hasta los quince, cuando por la opresión de las monjas se escapó sin haberse ordenado.

A diferencia de los relatos autobiográ­ficos de las monjas de los siglos XVI y XVII, la escritura de De Erauso no transcurri­ó en espacios íntimos sino entre viajes y devenires de su identidad. La monja que fue hombre se sentó en el barco de regreso a escribir sus memorias. Otras versiones señalan que lo dictó. Su historia, que la escribió para solicitarl­e una pensión vitalicia a Felipe IV, la hizo famosa al punto de que fue a Italia a reunirse con el papa Urbano VIII, quien le concedió el permiso de seguir vistiéndos­e y firmando como un hombre; dijo: “Dadme otra monja alférez, y le concederé lo mismo”.

Algunos críticos coinciden con que el travestism­o de la “virgen-caballero” Juana de Arco es el antecedent­e más cercano al de De Erauso.

Se cree que regresó a América y murió en México.

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Catalina de Erauso mantuvo apariencia de hombre desde que se escapó de un convento a los 15 años.
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