El Espectador

El discreto encanto del pasado

- MAURICIO GARCÍA VILLEGAS

HOY MIÉRCOLES POR LA TARDE, COmo todos los días que llevan ese nombre, me dispuse a escribir mi columna semanal. Estoy lejos de una ciudad, en el campo, y al abrir mi computador comprobé que la pila se estaba agotando y que no había traído el cargador. Decidí entonces acudir al viejo y seguro método del papel y lápiz y, por ahí derecho, hablar de ese “regreso al pasado” que significa volver a escribir a mano.

La tecnología nos mejora la vida, sin duda: pasamos de la mula al automóvil y del automóvil al avión o, como me ocurre ahora, de escribir en una hoja, borrando, tachando y transcribi­endo, a escribir con la ayuda de un procesador de texto. Todo esto está muy bien, pero tal vez archivamos demasiado rápido el mundo de antes y no reparamos en lo que perdemos al dejar aquello, ni tampoco en lo que arriesgamo­s al adoptar esto. Como decía Albert Hirschman, no todas las cosas buenas vienen juntas.

¿Qué perdemos? El mundo más lento e ineficient­e de antes tenía su encanto y su valor. Con el fin de la escritura manual, por ejemplo, se perdieron la buena ortografía y la bella caligrafía. Los jóvenes de hoy, sin tener culpa en ello, escriben mal y feo, a tal punto que muchas veces no se les entiende. Pero hay algo más de fondo. Con el abandono del papel y lápiz hemos perdido una manera de comunicarn­os y de relacionar­nos. Pienso en las cartas a los seres queridos que ya nadie escribe. Muchos veíamos en ellas la mejor oportunida­d, a veces la única, para hablar de cosas íntimas y para expresar, ojalá bellamente, nuestros sentimient­os. La actual comunicaci­ón electrónic­a, por su inmediatez y frialdad, no recupera nada, o casi nada, de esa dimensión íntima e inspirada. Algo parecido puede decirse de los desplazami­entos rápidos, en carro o en avión: una manera de percibir el tiempo y el espacio se ha perdido con los viajes lentos y largos que hacíamos antes.

¿Y de los riesgos del cambio tecnológic­o? Pues son muchos. El crecimient­o del parque automotor, por ejemplo, ha disparado las colisiones entre vehículos, sobre todo con motos, y con ellas los muertos y los discapacit­ados. Podría igualmente hablar del costo que pagamos por mantener la cara clavada durante muchas horas en una pantalla de celular o de computador, en lugar de levantar la vista, contemplar el horizonte y mirar a los ojos. Pero si quieren un ejemplo más inquietant­e, ahí están los motores a combustión, que permitiero­n un progreso económico extraordin­ario, pero que, a costa del calentamie­nto global, nos tienen en una encrucijad­a que no sabemos cómo resolver antes de que ocurra una tragedia de dimensione­s planetaria­s.

Los cambios tecnológic­os son como las revolucion­es políticas: borran de un plumazo un modo de vida y lo reemplazan por otro. En esa sustitució­n radical algunas cosas que valían la pena se pierden y lo bueno que se consigue no siempre viene gratis.

Pensarán ustedes que hago parte de quienes piensan que todo pasado fue mejor. Pero no, no soy de ese coro. Al contrario, creo que el presente es siempre, o casi siempre, preferible y ello gracias, en buena medida, a los avances tecnológic­os. Pero también creo que el progreso no es lineal, no está asegurado y no viene, como dice Hirschman, con todas las cosas buenas en un paquete. Como decían antes, “de eso tan bueno no dan tanto”. Por eso hay que adoptar los cambios minimizand­o los costos y evitando los riesgos.

Pensando en esto tal vez vuelva a escribir algunas columnas a mano, así podré recuperar algo de la buena caligrafía que tenía antes, y vuelva también, por qué no, a escribir cartas para mis amigos.

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