El Espectador

“El infinito en un junco”

- JULIO CÉSAR LONDOÑO

EL INFINITO EN UN JUNCO, DE LA FIlóloga española de 42 años Irene Vallejo, sigue siendo un suceso editorial.

Es una reflexión sobre la invención del libro, pero Vallejo intenta contarla como si fuera una novela de aventuras. Es un acierto: el lenguaje narrativo caldea la frialdad propia del ensayo. En esto Vallejo sigue la tendencia de presentar los proyectos envueltos en el muy sugestivo formato del storytelli­ng.

También acierta en relacionar hechos antiguos con sucesos modernos: la web está hecha de «páginas», como los libros; los autómatas de Herón de Alejandría anticipaba­n las criaturas de nuestra robótica; una línea curva y risueña conecta la irreverenc­ia de las comedias de Aristófane­s y las «herejías» de la revista Charlie Hebdo; la clasificac­ión bibliográf­ica Dewey es hija de las categorías aristotéli­cas.

El libro recorre las biblioteca­s de la Grecia y la Roma antiguas y los soportes que la humanidad ha ensayado a lo largo de más de 30 siglos de escritura: «Libros de humo, de piedra, de arcilla, de juncos, de seda, de piel, de árboles y ahora de plástico y luz», dice Vallejo con muy buena prosa.

Luego explica que las largas hojas planas de papiro y de pergamino adquiriero­n «volumen» cuando fueron enrolladas, lo que facilitó el almacenami­ento de los libros. Pero la consulta de los rollos era tan engorrosa que algún biblioteca­rio anónimo inventó el códice hace 2.000 años: cortó las largas tiras en hojas, las cosió, las empastó y formó ese paralelepí­pedo que sería una cifra de la civilizaci­ón.

A pesar de la juiciosa investigac­ión, el libro cojea porque incurre en varios pecados gruesos: es exhaustivo, quiere cubrir todos los ángulos del asunto y termina contagiánd­ose de lo que quería evitar: la pesadez del tratado; la autora es fatalmente filóloga, sabe demasiada historia y olvida que su oferta central es la historia de la invención del libro, no la historia de las batallas y los imperios; repite datos y anécdotas muy conocidos, como el incendio de la Biblioteca de Alejandría y el robo de las obras de Esquilo. Un buen ensayista debe saberlo todo: incluso qué es lo que los lectores ya saben. Pero su mayor pecado es desaprovec­har la libertad que encierra la palabra ensayo, su licencia para ir más allá del rigor y especular. El ensayo es sobre todo el arte de inventar conjeturas con agudeza y originalid­ad.

Otro defecto de Vallejo es su falta del sentido del detalle. En el ensayo, como en la narrativa, los detalles son claves. Con una prosa inferior a la de Vallejo, pero con un ojo muy atento, Alberto Manguel escribió un libro más poderoso. Recordemos por ejemplo ese pasaje de Una historia de la lectura donde Manguel nos cuenta el día exacto en que san Agustín sorprendió a san Ambrosio «¡leyendo solo, y en silencio, sin auditorio y sin mover la lengua!». Así nos enteramos de que incluso al final de la Antigüedad la lectura era un acto público y se hacía siempre en voz alta. Otro acierto de Manguel es su concreción. No se desvía, entiende que la historia es solo el contexto y que su personaje central no es la historia y ni siquiera el libro, sino la lectura.

Irene Vallejo escribe bien y lo sabe todo, pero olvidó que para el buen ensayista la erudición es un punto de partida, no la meta. No leemos ensayos solo para informarno­s: los leemos sobre todo para volver a pensar las cosas.

P.S. Un diario español celebra que El infinito en un junco está ya en 35 lenguas, pero calla la dura verdad: el libro es farragoso en todas ellas.

 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Colombia