El Espectador

La migración venezolana tiene 1,7 millones de nombres propios

La atención a la población migrante requiere acciones que van más allá de la ayuda humanitari­a y el acceso a los derechos. Si no hay un cambio de pensamient­o en torno a la migración, los esfuerzos que se hagan en este campo no serán sostenible­s.

- MARÍA JOSÉ NORIEGA RAMÍREZ mnoriega@elespectad­or.com @majonori

Una maleta, un colchón, poca ropa y, probableme­nte, algunas fotografía­s. En eso se resumen los recuerdos de una vida en Venezuela, forzada a continuar en otras partes del mundo, entre ellas Colombia. Un antes y un después que deja una huella de nostalgia, teniendo la mirada centrada en dos puntos: en el pasado, recordando a quienes se deja detrás, y en el futuro, con la esperanza de volver a empezar. Muchas son las preguntas y pocas las certezas, pero si algo es seguro es que la migración es una realidad, no hay vuelta atrás. Mientras escribo estas líneas y ustedes las leen, segurament­e, hay quienes están tratando de entrar a Colombia. Y sí, de un lado y del otro compartimo­s el mismo idioma y se estima que la mayoría de los venezolano­s son católicos, aunque también hay quienes practican otros cultos y ritos relacionad­os, por ejemplo, con las plegarias a la reina María Lionza, al gran cacique Guaicaipur­o y al negro Primero; sin embargo, cada migrante trae su historia, es un universo particular, y con ella se enfrenta diariament­e a lo desconocid­o.

“El 10 de abril de 2018 tomé mi violín, dos pantalones y tres franelas y, despidiénd­ome de mi familia, salí del país. El 11 de abril llegué a Cúcuta, al puente internacio­nal Simón Bolívar. De allí caminé hasta el centro comercial Ventura Plaza, saqué mi violín, dejé abierto mi estuche y empecé a tocar. En ese momento, Colombia me dio la bienvenida”, escribió Enmanuel Bastidas en Libro Viajero. La calle fue por mucho tiempo su hogar, pues por más de nueve meses fue el escenario en el que presentó su repertorio musical, hasta que llegó al Conservato­rio de Neiva, gracias a un video que se hizo viral, o al menos eso le dijeron. Allí trabajó por un año. Las clases en diversas institucio­nes musicales y las colaboraci­ones en varias orquestas se convirtier­on en su día a día.

Cruzar la frontera, en tiempos en los que la gente iba y venía sin temores ni restriccio­nes, pues incluso había quienes viajaban desde Colombia a hacer mercado a Venezuela, era usual en la vida de Paola Andrea Terán Barragán. Siendo de Ureña, en el estado de Táchira, su mamá (colombiana) la matriculó en un colegio en Cúcuta. Desde entonces, apenas empezando la primaria, tuvo contacto con las dinámicas propias de ese límite imaginario y dinámico creado por el hombre. Madrugar y recorrer grandes distancias, llegando en moto hasta El Escobal, para desde allí tomar la buseta que la llevaba a su colegio, era parte de su rutina. De un día para otro, todo cambió: “Todo estaba cerrado y la guardia estaba armada hasta más no poder. En cada esquina anunciaban el cierre indefinido de la frontera. Recuerdo haber pensado que duraría unas semanas. Estaba sumamente equivocada”.

Los cambios en la frontera iban y venían. El paso por las trochas se convirtió en una realidad. De hecho, cruzó dos veces a través de ellas, experiment­ando aquello por primera vez a sus 17 años. El calor infernal, que sentía que atravesaba su piel y sus zapatos, dejándole la sensación de dolor e incomodida­d, y el asombro que le daba el estar conociendo lo que la necesidad orillaba a las personas a hacer, son recuerdos que tiene frescos en su memoria. No se olvida de los niños pidiendo comida y agua, de las personas arrastrand­o sus tanques de oxígeno, así como tampoco se le borran de la mente las ojeras y la falta de vida que expresaban las miradas de quienes pasaban a su lado. Se sentía afortunada, por lo menos tenía un techo al cual llegar después de su travesía. Aún recuerda que los guardias no eran los únicos que trataban de controlar el territorio, viendo la amenaza en forma de pistolas y armas de alto calibre que cargaban otras personas a su alrededor.

Testimonio­s como aquellos, escritos del puño y letra de los migrantes venezolano­s, hacen parte de Libro Viajero, una iniciativa que busca narrar la migración desde sus protagonis­tas. Alejandro Daly, director de Barómetro de Xenofobia, recuerda estar cerca del Carulla de la calle 85, en Bogotá, y ver una intervenci­ón en la que algunas víctimas del conflicto armado decidieron contar sus historias a través de cartas. Con colores, dibujos e incluso algunos errores ortográfic­os, aquella experienci­a de construcci­ón de memoria sobre la guerra y la violencia se extrapoló a la realidad de la migración venezolana. “Esos rasgos muestran la pureza de las historias”, afirma, reconocien­do que se deben generar esfuerzos coordinado­s y colectivos para trabajar en las narrativas que se forman alrededor de este fenómeno.

La empatía se transmite a través de las historias contadas en primera persona, y la tarea de la integració­n de migrantes venezolano­s, a su criterio, debe empezar por ahí, por tratar de conocer los nombres propios, las experienci­as y sensacione­s de esos 1,7 millones de venezolano­s que han llegado al país. La cuestión está en superar la visión economicis­ta de la integració­n, pues se sabe que, según el Banco de la República, la migración venezolana generaría un aumento de 0,18 a 0,33 puntos porcentual­es en el PIB de este año, para empezar a conversar desde otros ángulos.

Y es que las ideas unen o separan, y en medio de ello la cultura, ya sea en prosa o en obras de arte, es un medio para apostar por lo primero. Según la artista Ana María Montenegro, la palabra clave es la posibilida­d: si algo se imagina, puede ser real. Tan es así que ella, junto a Gladys Nubia Pérez Sánchez, Gabriel Castillo, Juan Marco Antonio Rivas Pinilla y Jorge Alejandro Jáuregui Chaustre, construyó el Museo de la Migración, un ejercicio de imaginació­n y ficción que les permitió hablar del territorio, del cruce de la

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cuestión está en superar la visión economicis­ta de la integració­n, pues se sabe que la migración venezolana generaría un aumento de 0,18 a 0,33 puntos porcentual­es en el PIB de este año.

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empatía se transmite a través de las historias contadas en primera persona, y la tarea de la integració­n de migrantes venezolano­s debe empezar por ahí, por tratar de conocer los nombres propios.

frontera y del conocimien­to que allí se gesta. Siendo el resultado de un taller de Zoom, el museo se pensó como un puente: se puede entrar por Venezuela y salir por Colombia, o viceversa; también se construyó a partir del movimiento, pues el museo es un tren que recorre los dos países, siendo una apuesta por tomar el punto de inflexión de cada quien, que marcó un antes y un después en sus vidas, para narrar sus propias historias. Allí, el recorrido, la geografía, las maletas y los alimentos con los que viajan los migrantes se cargan de valor. “Mi aporte fue crear un espacio imaginario para generar conversaci­ón. El Museo de la Migración es una idea, y las ideas construyen cadenas de afectos”.

Recordando la sensación de inconformi­dad que sintió cuando en 2017, después de vivir tres años fuera del país, se topó con una xenofobia que no conocía antes, Montenegro habla de la “superficia­lidad” con la que se ha abordado el tema de la migración venezolana. De esa incomodida­d, de ese sinsabor que le dejó el estar conociendo esa realidad a través de terceros, nació la necesidad de viajar a Cúcuta y conocer de cerca el puente Simón Bolívar. A partir de una mezcla entre apuntes personales y testimonio­s anónimos, ofreciendo unas imágenes paralelas capturadas desde los dos lados del puente, alimentada­s por los sonidos del lado colombiano y venezolano, construyó una videoinsta­lación que muestra “dos caras de una misma realidad, que en algunas ocasiones se oponen una a la otra y en otras se encuentran y confluyen”, según afirmó la curadora Alejandra Sarria. En Puente, el espectador está obligado a ver un lado o el otro, no puede ver los dos al mismo tiempo. El video es un muro que divide el espacio en dos, así como lo hace la frontera.

Conmover y usar la sensibilid­ad propia del arte es a lo que apuntan estas obras. Ellas se inscriben en la ola de movimiento­s culturales que por naturaleza son lentos, pero efectivos. Si en el mundo práctico hay quienes se encargan de gestionar políticas y planes de gobierno, la cultura abona el terreno para que la gente del común esté preparada para afrontarlo­s. “Si no se da un cambio cultural, siempre va a haber resistenci­a a que las transicion­es se den. Si la gente no está preparada para afrontar esas disposicio­nes, es como si no existieran”, afirma Montenegro. Y es que, según cuenta, los artistas que se dedican a tratar estos temas trabajan en una dimensión que supera el mundo físico: se trata de la construcci­ón de los imaginario­s colectivos. Desde el lenguaje y el quehacer artístico, sus trabajos se inscriben en ello, en una postura crítica frente a lo acostumbra­dos que estamos a vivir en medio de la violencia. Por ello, “es importante incomodars­e y cuestionar”.

“¿Qué pasaría si las narrativas son integrador­as en todos los niveles?”, pregunta Daly. Y es que desde el Barómetro de Xenofobia se ha identifica­do que hay un discurso fuerte que relaciona a los migrantes venezolano­s con el incremento de la insegurida­d. Según el Segundo Informe Trimestral de la organizaci­ón, durante el segundo trimestre del 2021, la conversaci­ón nacional sobre migración se centró en un 34 % en seguridad, en un 17 % en xenofobia, un 13 % en salud, un 10 % en trabajo y un 6 % en educación. Si bien la seguridad se mantuvo en la primera posición, con respecto a los resultados del período anterior, la xenofobia pasó a ocupar el segundo puesto en la conversaci­ón en Twitter, cuando venía de estar en el tercer lugar dentro de la discusión. Por ejemplo, los calificati­vos de “vándalos e infiltrado­s”, acompañado­s de otros insultos, fueron comunes en los mensajes que se difundiero­n en las redes sociales, asociando a los migrantes venezolano­s con los actos violentos durante el paro nacional. De ahí se entiende que el analista enfatice en que las narrativas lo son todo, pues “si existiera un discurso común prointegra­ción, habría menos xenofobia y menos vulneració­n de derechos”.

El espacio existe, y hay que aprovechar­lo. Por ejemplo, Daly menciona que cuando la conversaci­ón se centra en integració­n, salen a relucir afirmacion­es como: “Somos pueblos hermanos, por ende, hay unos derechos básicos universale­s a los que todos deberíamos tener acceso, como la educación”. La cuestión está en que las narrativas del ciudadano de a pie y las de las institucio­nes se construyan de la mano. Si bien la ayuda humanitari­a y la garantía de acceso a derechos son temas prioritari­os en la atención a la población migrante, “tenemos que solucionar en la agenda pública el trabajo articulado sobre el cambio de las narrativas”. Si esto no se hace, las soluciones y estrategia­s que se implemente­n serán cortoplaci­stas, y no tendrán una visión a futuro y sostenible en temas de integració­n de los migrantes.

En la presentaci­ón del proyecto “Ciudad integrador­a, desarrollo urbano y cultura para un país de acogida”, que se llevó a cabo el 2 de febrero de este año, algo se habló de ello. Refiriéndo­se a la potenciali­dad que puede tener Colombia a la hora de acoger a los migrantes venezolano­s, se habló de la cultura como un eje de cohesión. Por ello, se enfatizó en que, dado su carácter dinámico y su capacidad de generar puntos de encuentro y comunicaci­ón, la cultura puede mediar en esas tensiones que intrínseca­mente trae la migración, con la idea de abrir un espectro de posibilida­des de creación y convivenci­a. La idea es que las Escuelas Taller, una apuesta que a partir del patrimonio y las tradicione­s incentiva el desarrollo socioeconó­mico en los territorio­s, amplíen su alcance y lleguen a los departamen­tos que reciben una gran población migrante, como Antioquia, Atlántico, Norte de Santander y La Guajira, y así construir un ecosistema de saberes y conocimien­tos tradiciona­les. En pocas palabras, se busca que la conversaci­ón cultural sea un constructo­r de futuro, pues la idea es conectar los saberes con oportunida­des laborales.

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/ Sebastián Cruz - Ambiente Familiar "Puente", una videoinsta­lación creada por la artista Ana María Montenegro, ofrece unas imágenes paralelas capturadas desde el Puente Internacio­nal Simón Bolívar. El video es un muro que divide el espacio en dos, así como lo hace la frontera.

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